lunes, 20 de junio de 2016

El Mesías de Dios
Lc 9,18-24




¿Por qué pregunta Jesús sobre su propia identidad? ¿Quién dice la gente que soy; quién decís vosotros que soy? La pregunta verdaderamente incisiva es la dirigida a los discípulos, a nosotros. Porque la esperanza de los discípulos en el Mesías no se correspondía con la verdad del Mesías Jesús. Había un abismo entre lo que los discípulos pensaban, creían y esperaban y lo que verdaderamente era Jesús.

Los discípulos se habían hecho una imagen del Mesías muy alejada del verdadero Mesías. El Mesías que ellos esperaban era uno a su medida, según sus expectativas, sus ideas, su ideología, sus expectativas y hasta sus ambiciones. Todavía no eran verdaderos discípulos de Jesús.

Jesús está con ellos, pero ellos no están con Jesús. Y eso Jesús lo sabe. Los conoce bien y los comprende. ¡Qué difícil va a ser para Jesús enseñarles! Se lo dirá abiertamente, pero no lo aceptarán ni lo creerán. Para lograr que los discípulos conozcan íntimamente a Jesús, sean verdaderamente discípulos suyos y quieran verdaderamente seguirle, será necesario que él les preceda, que vaya por delante, que sean testigos de sus sufrimientos, del rechazo por parte de todos, de su muerte y hasta de su cobarde traición, su abandono y su negación.

Pedro negará tres veces ante una portera lo que hoy confiesa entusiasmado Pedro necesitará las lágrimas de su conversión para poder confesar la fe verdadera en el verdadero Mesías Jesús. Pedro, y con él los demás discípulos, confesaron la fe en Jesucristo, pero esa confesión era tan deficiente como su fe. Quieren seguirle por el camino del triunfo, por el camino ideológico, por el camino del poder para cambiar el mundo a su medida e instaurar un reino de justicia mundana. No le siguen por el vía crucis, por el camino del amor crucificado.

La cruz es el amor hasta el extremo, el amor infinito de Dios. Pero este “misterio”, esta presencia oculta de Dios en el mundo del hombre, no puede ser alcanzado por la pequeñez del corazón del hombre ni la limitación de su inteligencia o la escasez de sus esperanzas. Por eso, Jesús les prohíbe proclamar su medianía. No era sólo una cuestión de tiempo. Era, sobre todo, que Jesús no quería propalar el error de un falso mesianismo demasiado mundano, demasiado a la medida de aquellos hombres que buscaban la realización de sus esperanzas terrenas, bajo la forma de una ideología político-religiosa.

En el fondo, todas las ideologías mesiánicas son “religiosas” y se erigen en absolutos que se imponen o tratan de imponer a todos. Los autoritarismos totalitarios son, en realidad, una pseudoreligión y, como sucedáneos que son, alimentan las pasiones y exaltan los sentimientos. Una catástrofe para los pueblos y causa de enormes sufrimientos y frustraciones.

El verdadero seguimiento de Jesucristo, la verdadera religión, consiste en su imitación: negarse a sí mismo y cargar la cruz. La cruz de cada día es el camino de la vida verdadera. Renunciar a sí mismo, no buscar el propio interés, es la forma concreta como seguimos al Señor Jesús en su camino de vida nueva. No es el amor a sí mismo, el amor propio, sino el amor que viene de Dios y se entrega al prójimo lo que conduce al Reino de Dios.

Fernando Llenín Iglesias, ofs.

Párroco de San Francisco de Asís de Oviedo

domingo, 12 de junio de 2016

LA PECADORA

LA PECADORA
Lc 7, 36-8,3



Fue durante un banquete.  Un respetable maestro fariseo, Simón, invitó a Jesús y en esto, de repente, entró una mujer, con un frasco de alabastro lleno de perfume y, llorando, ungió sus pies llena de amor. Simón, el fariseo, juzgó a Jesús interiormente, dudando de él como verdadero profeta enviado de Dios. Pero Jesús enseña al maestro a discernir no según las apariencias, sino según el corazón; a fijarse no en un pasado que condena, sino en un presente que ama y libera para un futuro nuevo. La mujer entró en la sala del banquete pecadora y salió sanada.

Todo tiene sus más y sus menos. Simón parecía más respetable que la mujer, más docto que Jesús, más generoso que nadie. Pero la mujer pecadora le ganó en amor, amó más y recibió mayor perdón. Esa lección no la sabía Simón. Jesús se la enseñó.

Menos es, muchas veces, más. Como aquellos judíos que se creían perfectos observantes de la Ley frente a los pobres cristianos convertidos del paganismo, considerados como impuros pecadores, con los que uno no se digna ni comer. Unos creen que han pecado poco, pero los otros han amado mucho al Señor.

Una mujer irrumpe emocionada en la sala del banquete y se coloca a los pies de Jesús, llorando a mares, besando aquellos benditos pies y ungiéndolos con el preciado perfume. Fue algo insólito tanto por lo delicado del gesto como por lo raro de ungir los pies. Es una acción exquisita y preciosa que asombra a todos y escandaliza a los más circunspectos. Lo que hace esa mujer con Jesús expresa demasiada intimidad y exceso de amor. ¡Jesús se deja “tocar” por “esa” mujer que todos conocían: una pecadora! Sólo él ha comprendido en esas lágrimas y en ese exceso, el verdadero significado oculto de un acto que a todos parece escandaloso e inapropiado.

Probablemente, Simón se arrepintió en aquel momento de haber invitado a Jesús: “ese” no es un verdadero profeta. El fariseo cree saber que Jesús no sabe quién es “esa” que le toca. Jesús enseñaa al “maestro” Simón la verdadera sabiduría. “¡Simón, tengo algo que decirte!” Cuántas veces, y de cuántas maneras, el Señor se dirige a nosotros, los que nos creemos sabios y entendidos y mejores que otros, palabras semejantes: “tengo algo que decirte…” Todo llevamos un “Simón” dentro…

Jesús narra una parábola. Hay algo muy frecuente: las deudas. Pero en esa parábola hay algo muy poco frecuente, que no sucede nunca o casi nunca: el perdón total de una deuda. ¿Alguien conoce un banco que cancele totalmente un préstamo? Pues sí, hay uno que perdona totalmente las deudas, sean grandes o pequeñas: Dios, que perdona totalmente  nuestros pecados, nuestras deudas. El amor es siempre mayor que nuestro pecado.

Esa mujer, esa pecadora, ha recibido un gran perdón; ha experimentado un gran amor. Por eso, muestra tanto amor, tan desmesurado, tan aparentemente inconveniente. Ese amor no tiene precio, ese amor vivido es tan grande que sólo por él es posible ser una persona nueva.

Simón había dudado de Jesús y despreciado a la mujer, porque no tenía amor o tenía demasiado poco amor. A pesar de las apariencias, el impecable fariseo ama menos y, en cambio, la que tiene muchos pecados ha encontrado en Jesús la gracia de un perdón y un amor tan deseado y tan buscado que su felicidad se desborda en delicadeza. Las apariencias engañan. Ella parecía menos digna, pero tiene más amor. Simón parecía saber más, pero le faltaba corazón.


Jesús no sólo tuvo discípulos, sino también discípulas, algo extravagante en la sociedad y la cultura religiosa de su tiempo. Hay algo que distingue especialmente a las mujeres: amar y servir. 

lunes, 6 de junio de 2016

   

                                                             EL JOVEN DE NAIN
Lc 7, 11-17



La muerte es siempre trágica, pero en este caso lo es mucho más. El muerto es joven, es además hijo único, y además su madre es viuda. El dolor y la tragedia de esa mujer son indescriptibles. Toda su vida presente y su futuro quedarán sepultados con su hijo único. Como dice Lamentaciones 1,12: “Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como mi dolor”. No hay duelo como el duelo por el hijo único. Ante este cuadro, Jesús siente una compasión inmensa. Dos cortejos se encuentran: el de la vida que sigue a Jesús y el de la muerte que rodea a la pobre madre viuda.  Jesús camina hacia Jerusalén, hacia su muerte y se encuentra con un pueblo que lleva la muerte en su camino.

Todo comienza por la mirada de Jesús, que se dirige a la madre y no al hijo: “No llores”. Los sentimientos de Jesús comparten nuestros sufrimientos, se com-padece. La suya es una mirada conmovida hasta las entrañas, un sentimiento intenso que expresa la misericordia divina, su “rahamim”: comparte y siente el intenso sufrimiento maternal. El corazón de Jesús es materno. Pero además tiene el poder paternal consolador: “no llores” más. Él enjuga las lágrimas de nuestros ojos.  Consolar a los tristes, es una de las grandes obras de misericordia que Jesús practica rompiendo la barrera infranqueable de la muerte, la negrura del futuro, la tristeza de la vida.

La obra de misericordia “consolar a los tristes” nace del consuelo con el que Cristo nos consuela. El consuelo tiene su fuente en Dios, que da la vida a los muertos. Jesús toca nuestra muerte y la transforma en vida nueva.
En este milagro se anticipa la procesión de la madre dolorosa de Jesús que lleva a la sepultura el cuerpo crucificado de su hijo muerto en la flor de la vida. La Virgen María fue también la pobre viuda que enterró a su hijo único en medio de la desolación. Por eso, qué conmovedor resulta asistir a la procesión de la dolorosa que cada Semana Santa recorre las calles de nuestras ciudades.

Pero sobre todo es la palabra poderosa de Jesús, “¡levántate!”, la que le hace vivir de nuevo, revivir cuando bajaba a la fosa y cambia el luto en danza. ¡Levántate! ¡Despierta, tú que duermes y Cristo será tu luz! En este milagro se anticipa la resurrección de Cristo y nuestra resurrección futura con él. Pero, sobre todo, se expresa, la vida nueva del cristiano que vive ya desde ahora unido a Jesucristo resucitado.

El consuelo que recibe la madre es la vida del hijo. Así es el consuelo de la Iglesia por la vida nueva de sus hijos, como la de una madre desconsolada y afligida que ve, al fin, cómo el poder de la palabra de Cristo reaviva a sus hijos con una vida nueva. El joven se “reincorpora y se pone a hablar”. La palabra es el distintivo del hombre y nos devuelve a la comunidad cuando habíamos roto los lazos con ella.  El Señor se compadece de nosotros y nos da una vida nueva en su Iglesia.

La Iglesia es ese pueblo que acompaña a esa madre viuda dolorosa en la procesión fúnebre que llora la muerte de sus hijos, su muerte espiritual y moral tanto o más que su muerte física. Por eso, prorrumpe en un canto de alabanza cuando es testigo de su resurrección, de su vuelta a la vida de la gracia.