Al comienzo del
año nuevo, la Iglesia contempla la divina Maternidad de María, icono de la paz.
Fue el concilio de Éfeso el que proclamó a la Virgen María verdadera Madre de
Dios, por ser su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. A través de María, de su “fiat” a la voluntad de Dios, ha llegado la
plenitud de los tiempos.
La Plenitud del
tiempo no es un hecho meramente cronológico, sino un verdadero Kairós, un tiempo de gracia en el que Dios mismo actúa y
nos habla personalmente en Jesucristo. La plenitud del tiempo es la presencia
misma de Dios en nuestro mundo y en nuestra historia. No es un Dios escondido,
un Dios que está “más allá”, inaccesible e incognoscible. No; Dios está más
acá, Dios-en-el-Mundo,
Dios-con-nosotros: Enmanuel.
La plenitud de
los tiempos se nos muestra en la gloria paradójica del Hijo de Dios: en la
humildad y pobreza de un establo, porque no había sitio para él en la posada.
La plenitud de los tiempos se muestra en la debilidad y la pequeñez de un niño:
porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. También a cada uno de
nosotros llega la plenitud del tiempo en el encuentro personal con Jesucristo,
que se realiza precisamente en nuestra pequeñez, en nuestra debilidad y en
nuestras pobrezas. Cuando nos hacemos “grandes” e importantes, autosuficientes
y orgullosos, entonces nos encontramos solos y sólo con nosotros mismos.
Cuando, en cambio, abrimos la puerta de nuestro corazón y de nuestra vida a
Dios hecho carne de nuestra carne, entonces ha llegado a nosotros la plenitud
del tiempo.
Pero la
plenitud del tiempo parece contradecir la realidad dramática de nuestro
presente. ¡Cuánta violencia absurda! ¡Cuánta injusticia hay hoy en nuestro
mundo! Hijos no queridos, niños abandonados en un cubo de basura, mujeres
maltratadas y asesinadas por aquellos que dijeron una vez que las amaban,
tantas familias que han tenido que huir para salvar la vida, prófugos que lo
han perdido todo. ¿Cómo es posible que todavía hoy exista tanto dolor causado
por el hombre? ¿Hasta cuándo y hasta dónde ha de llegar el mal absurdo e
inútil? ¡Y pensar que hay quien hace estas cosas en nombre de Dios! Otros lo
hacen en nombre de una ideología para alcanzar, dicen, un mundo mejor. ¿Pero
cómo es posible un mundo mejor desde la violencia, la opresión y la mentira?
Sí, las miserias del pecado de los hombres parecen contradecir la plenitud de
los tiempos.
Y sin embargo,
la Iglesia proclama precisamente esta plenitud en nuestro tiempo como un océano de misericordia que viene de Dios y no
viene de los hombres. La misericordia de Dios llena la tierra. Estamos llamados
en este año de gracia, en este Kairós, a sumergirnos en el mar infinito de la
misericordia divina y alcanzar la justicia, el perdón y la paz. Sí, estamos en
la plenitud del tiempo, en la plenitud de la gracia de Dios que es capaz de
transformar nuestros males, de vencer nuestra indiferencia, nuestros egoísmos y
nuestras muertes malas. La gracia de Cristo es poderosa y eficaz, capaz de
regenerarnos haciéndonos nacer de nuevo. Dios viene a hacerlo todo nuevo, a
crear y recrear nuestro mundo, pero no sin nosotros, sino con nosotros y en
nosotros. Un mundo justo y fraterno que alcance la paz.
Porque también
hay mucho bien en el mundo, mucha generosidad, mucha solidaridad y mucho amor.
No, no es cierto que todo sean desventuras. Aún en medio de tanta miseria
percibimos los signos de la bondad y de la presencia de Dios, que es más grande
y más fuerte que los fuertes de este mundo. En su aparente debilidad y pequeñez
se realiza el milagro del amor, de la bondad y de la solidaridad. ¡Loado seas,
Altísimo y bondadoso, mi Señor! A ti, Señor del Universo, Príncipe de la Paz, a
Ti la gloria, la alabanza y la Acción de Gracias, por todas tus criaturas y por
todo bien.