sábado, 16 de abril de 2016

LA ÚLTIMA CONVERSACIÓN ENTRE JESÚS Y LOS JUDÍOS

Jn 10, 27-30

La fiesta judía de la Dedicación celebra la independencia de Israel de la dominación siria tras la guerra de los macabeos contra Antíoco IV Epífanes (dios-manifiesto), en el año 164 a.C. Se purificó entonces el templo profanado por los cultos gentiles. Judas Macabeo derribó el viejo altar contaminado y edificó uno nuevo con piedras no labradas. 

La fiesta duraba ocho días.  Un gran resplandor de luz bañaba los atrios del templo, y todas las moradas privadas estaban iluminadas con lámparas decorativas. La noche de Jerusalén quedaba envuelta en la luz y el fuego de muchas antorchas encendidas. Además de encender las lámparas, se entonaban canciones de alabanza a Dios, el Libertador de Israel. Dice Flavio Josefo:  “creo que se le da este nombre porque en forma inesperada lució para nosotros la libertad”. (Antigüedades Judías, libro XII, cap. VII, sec. 7.)

La fiesta de la Dedicación celebra la santidad del Templo. La santidad del Templo venía de la presencia de Dios en él. Por eso se consagraba y se separaba el altar para Dios. Jesús viene al Templo precisamente esos días para señalar una presencia más intensa de Dios en el mundo, una presencia que habita en él mismo, en el nuevo Templo que es su cuerpo. Era el último invierno de su ministerio.  Jesús está en el Templo, en la “casa de su Padre”. Estaba paseando por la “columnata de Salomón”, una hermosa galería al aire libre, en el lado oriental de la gran explanada del atrio exterior de los gentiles y guarnecida contra el viento por una muralla.  Un lugar donde se reunía mucha gente para escuchar la enseñanza de la Toráh.

Algunos judíos vinieron a Él. Son enemigos que hacen corro a su alrededor, acosándolo. Le presionan para provocarlo a que diga una palabra que sirva de excusa para condenarlo: “¿Eres tú el Mesías?” 

Los que no son “ovejas suyas” no escuchan su voz, no creen y no entienden (si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón). Aquellos paganos helenistas no eran “ovejas” de Israel; pero tampoco lo son los judíos que no “escuchan la voz” del Señor ni siguen sus caminos. No es que Jesús los rechace y no quiera ser su Pastor, sino que ellos no quieren ser de sus ovejas.

La imagen de las ovejas hace referencia al Pastor. En la Biblia es una de las imágenes utilizadas para designar al pueblo de Dios y también al Mesías esperado, “buen Pastor”. Sus ovejas “escuchan su voz”. Para oír a Jesús hay que ser “de Dios”, “de la verdad”. Este rebaño representa la comunidad entera de Jesucristo.

Escuchar el Evangelio de Jesús y seguirle son las dos acciones iniciales del verdadero “rebaño” que Cristo guía.  

Creer en Jesucristo implica caminar siguiendo sus huellas, actuando como él  y con total confianza en él.

Sus ovejas se las “ha dado el Padre” porque la adhesión a Jesús es fruto de la atracción divina y de la escucha humana. Dios no discrimina a nadie y “atrae a todos hacia Cristo”, pero no todos “escuchan su voz”. Quienes escuchan su voz, quienes creen en él, quienes son sus ovejas, tienen ya desde ahora la vida eterna y nadie los arrebatará de su mano y se llenarán de alegría, el gozo del Espíritu de Cristo. La mano es una metáfora del poder protector de Dios. Dios protege la Iglesia, el rebaño que Jesús guía como su Pastor.

Entre Cristo y sus “ovejas” hay una relación íntima, un “conocimiento” personal y afectivo que hace que tengan una misma “vida eterna” y sean “uno” como El Padre y el Hijo: “Yo y el Padre somos uno”. Hay una digamos “circularidad” entre la unidad trinitaria del Padre y el Hijo, y la unión con el Hijo y, por él, con el Padre de los cristianos.
Para nosotros, el templo de Jerusalén dejó de ser el lugar de la presencia de Dios. Ahora, el Templo de Dios somos nosotros. Con Jesús llega la plenitud de los tiempos y Él, junto con nosotros sus discípulos, es el Templo de Dios. Quizá nos ayuda imaginar a Jesús diciendo a sus discípulos una frase que les llamaría mucho la atención: "vosotros sois la luz del mundo". La luz que ilumina a todos los hombres no sale de las estancias interiores del Templo de Jerusalén, sino de Jesucristo presente y vivo en sus discípulos.

Con demasiada frecuencia, los cristianos ponemos en peligro la limpieza de este templo, al permitir la idolatría y las prácticas paganas en nuestras vidas. Nosotros mismos hemos estado por años bajo la misma esclavitud del maligno, que nos llevo a profanar lo sagrado, aun sin darnos cuenta.