domingo, 1 de mayo de 2016



EL CONCILIO DE JERUSALÉN






La Iglesia es, en el buen sentido de la palabra, liberal. Ya en los albores de la cristiandad, aquella pequeña comunidad primitiva que comenzaba a expandirse por el imperio romano tuvo que confrontarse con una tensión interna entre quienes concebían a la Iglesia como una especie de secta judía mesiánica y quienes habían comprendido la apertura de la salvación a todas las naciones.

No, la Iglesia no es un movimiento sectario, sino una comunidad abierta; la Iglesia está animada por el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu divino creador, y, por tanto, es siempre católica y universal. El Espíritu Santo es libertad y creación.

No sé porqué extraña razón el ser humano posee una tendencia a encerrarse en una falsa seguridad que cree encontrar en la estricta observancia de unas normas férreamente establecidas. Pero el cristianismo no es precisamente un moralismo leguleyo aferrado a preceptos que cierran la entrada a los demás o los aplastan bajo el peso cargas insoportables.  Aunque tampoco la Iglesia es la casa de Tócame Roque, sino que precisa de una coherencia y una cohesión que no se compadece con la anarquía, pero su principio constitutivo, desde su mismo origen, es precisamente la libertad de los hijos de Dios.

Por eso, a los cristianos nos extraña esa especie de fariseísmo laico que quiere prohibir, excluir y descartar condenando al ostracismo público a la acción y manifestación de lo cristiano o lo simplemente religioso en la sociedad. Y encima lo quieren hacer en nombre de una pretendida libertad que paradójicamente se muestra cerrada y cínicamente sectaria.

Para ser libres nos liberó el Señor. Lo que viene de Dios nos da paz y alegría. No la paz y la alegría mundanas, que son falsas, sino la que el Señor nos ha enseñado a practicar y a vivir con nosotros mismos y con todos los hombres.
 


Fernando Llenín Iglesias