EL CONCILIO DE JERUSALÉN
La
Iglesia es, en el buen sentido de la palabra, liberal. Ya en los albores de la
cristiandad, aquella pequeña comunidad primitiva que comenzaba a expandirse por
el imperio romano tuvo que confrontarse con una tensión interna entre quienes
concebían a la Iglesia como una especie de secta judía mesiánica y quienes habían
comprendido la apertura de la salvación a todas las naciones.
No,
la Iglesia no es un movimiento sectario, sino una comunidad abierta; la Iglesia
está animada por el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu
divino creador, y, por tanto, es siempre católica y universal. El Espíritu
Santo es libertad y creación.
No
sé porqué extraña razón el ser humano posee una tendencia a encerrarse en una
falsa seguridad que cree encontrar en la estricta observancia de unas normas
férreamente establecidas. Pero el cristianismo no es precisamente un moralismo
leguleyo aferrado a preceptos que cierran la entrada a los demás o los aplastan
bajo el peso cargas insoportables.
Aunque tampoco la Iglesia es la casa de Tócame Roque, sino que precisa
de una coherencia y una cohesión que no se compadece con la anarquía, pero su
principio constitutivo, desde su mismo origen, es precisamente la libertad de
los hijos de Dios.
Por
eso, a los cristianos nos extraña esa especie de fariseísmo laico que quiere
prohibir, excluir y descartar condenando al ostracismo público a la acción y
manifestación de lo cristiano o lo simplemente religioso en la sociedad. Y
encima lo quieren hacer en nombre de una pretendida libertad que
paradójicamente se muestra cerrada y cínicamente sectaria.
Para
ser libres nos liberó el Señor. Lo que viene de Dios nos da paz y alegría. No
la paz y la alegría mundanas, que son falsas, sino la que el Señor nos ha
enseñado a practicar y a vivir con nosotros mismos y con todos los hombres.
Fernando Llenín Iglesias