EN MEMORIA CRÍTICA DE
GUSTAVO BUENO
Después de haber leído
estos días numerosos artículos laudatorios y llenos de
reconocimiento y admiración hacia Gustavo Bueno por parte de sus
discípulos y amigos, yo quiero en estas líneas, necesariamente
breves, escribir sobre él o, mejor, sobre su filosofía, pero no una
loa, sino un crítica. Una crítica respetuosa, pero discrepante. Yo
no soy discípulo de Bueno; fui alumno. Le admiré y le sufrí; me
provocó y me enseñó. Pero no me convenció.
Para sus discípulos, el
Materialismo Académico de Gustavo Bueno es la más potente filosofía
crítica que incluye, representa y supera toda posición filosófica
hasta el presente. Resultando así el Materialismo filosófico
académico de Gustavo Bueno una suerte de nuevo corpus dogmático
desde el que declarar o no la ortodoxia filosófica. Casi rayan en
el entusiasmo y la veneración religiosa, repitiendo las tesis del
“maestro” al que han conocido en estos últimos años y les ha
abierto los ojos. ¡Por fin, han visto la luz!
Cuando en el curso
1972/73 me matriculé en primero de Filosofia y Letras, las lecciones
de Bueno giraban precisamente en torno a la muerte de la filosofía,
el neopositivismo y el círculo de Viena, Wittgenstein, la lógica
matemática, el marxismo y un lenguaje que, a mis 17 años, me
parecía, a la vez, fascinante y difícil. Bueno no hacía
concesiones; no era precisamente un profesor a quien se podía seguir
sin aguzar la atención. Entraba en clase con su especie de uniforme,
un traje gris y un polo en lugar de camisa y corbata. Como mucho,
llevaba en el bolsillo una “ficha” de cartulina, se subía a la
tarima y comenzaba a hablar con pasión, hilando un discurso que era
como un torrente de palabras para mí todas nuevas.
Sobre todo, me sorprendía
su constante y furibunda crítica a la metafísica, término que
utilizaba cuando quería “triturar” al adversario. Bueno entiende
por Metafísica lo que carece de sentido, tildándolo de monista,
espiritualista, irracional, ilusorio y falso. Ni siquiera es
conocimiento, es irreal.
Para él, pensar es
pensar contra alguien. Especialmente, a este propósito, estaba
permanentemente presente en sus lecciones la cuestión de Dios y la
Religión. Parecía una obsesión. No había clase ni tema en que,
sin saber cómo, no apareciese el tema de Dios. Yo creo que nunca
hasta entonces había oído hablar tanto de Dios. Ni en las clases de
religión.
Hablemos, pues, del Dios
de G. Bueno. Por supuesto, un Dios al que se oponía con todas sus
fuerzas. Un día (seguramente un día en que se excedió en demasía)
retó a los alumnos que estábamos en el aula a subir a la tarima y
demostrar frente a él la existencia de Dios. Naturalmente, nadie se
movió, pero yo, que nunca me he dejado avasallar, salí indignado de
aquella clase. Bueno provocaba en mí una suerte de contradicción:
me atraía su difícil exposición, me retaba y me provocaba a buscar
una crítica a su crítica.
Al curso siguiente,
ingresé en el Seminario de Oviedo y en él busqué también
respuestas a los interrogantes que Bueno me suscitaba, provocando, a
mi vez, la incomprensión de algunos profesores. Recuerdo uno que,
seguramente molesto por las continuas preguntas y objeciones que yo
le ponía en clase, con muy poca psicología por su parte, llegó a
invitarme a abandonar el Seminario acusándome, para mi estupor, de
ser un “infiltrado de Bueno”.
Para él, toda filosofía
verdadera ha de ser entendida como materialista, incluso aquellas que
puedan originalmente no ser consideradas como tales. Por ejemplo,
decía que el desarrollo del pensamiento cristiano constituye uno de
los tramos más ricos e interesantes de la historia del materialismo,
porque está ligado a la corporeidad. Los dogmas de la Creación, la
divina providencia y, sobre todo, el dogma de la Encarnación suponen
la elevación del estatuto del cuerpo. Por tanto, el cristianismo,
mal que le pese, ha realizado históricamente una labor de educador
de la conciencia materialista, al predicar el respeto al mundo
corpóreo, como obra de Dios, y excomulgar a quienes, por desprecio,
se abstienen de boda, carne o vino.
En sus “Ensayos
materialistas” elabora su ontología crítica y dialéctica. Pero
aborrece de todo lo que él llamaba el “materialismo grosero”,
porque su filosofía materialista académica aspiraba a ser una
“Geometría de las Ideas”. En este sentido, citaba muchas veces
el caso de nuestro premio nobel, Severo Ochoa, quien en cierta
ocasión afirmó: “todo es química”. Semejante simpleza le dejó
a él, como a mí, estupefacto (pero no es infrecuente entre
científicos muy reconocidos en sus especialidades cuando se meten a
filosofar).
La Idea de Materia es
indeterminada, infinita, inconmensurable, plural, que se hace y se
deshace en constante fluir. ¡Dios me libre de pensar que la Idea de
Materia Transcendental es un sustituto terciogenérico de la realidad
divina! Porque la idea de Dios es –dice- el descubrimiento de
nuestro siglo, como “depósito de las esencias” y se corresponde
con el tercer Género de materialidad (M3). Dios es la resultante de
sustantivar el pensamiento o la infinitud, trasladándolo al mundo de
los “transfísico”, de lo que está “más allá del horizonte
de las focas”. Es la autoproyección de la conciencia gnóstica
espiritualista, frente a la que se yergue la conciencia materialista.
Sin embargo, la religión
es asunto propio de la Antropología. ¿Es un hecho la religación?
Bueno dice que sí, pero la interpreta en clave materialista y
antimetafísica. La religión es verdadera como categoría
antropológica. En la antropología materialista, el hombre es un
“esfera”, un “espacio antropológico”.
Es aquí justamente,
donde surge la Religión: las relaciones con las divinidades o
“númenes”. Se trata de las relaciones que el hombre tiene con
determinados animales. Los hombres desde su origen evolutivo se han
relacionado con animales con los que han mantenido sentimientos de
temor, adulación o amistad. Esta es la tesis fundamental de la
filosofía materialista de la Religión de Bueno: los hombres no han
hecho a Dios a imagen y semejanza del hombre, como decía Feuerbach,
sino a imagen y semejanza de los animales.
EN MEMORIA CRÍTICA DE
GUSTAVO BUENO
Después de haber leído
estos días numerosos artículos laudatorios y llenos de
reconocimiento y admiración hacia Gustavo Bueno por parte de sus
discípulos y amigos, yo quiero en estas líneas, necesariamente
breves, escribir sobre él o, mejor, sobre su filosofía, pero no una
loa, sino un crítica. Una crítica respetuosa, pero discrepante. Yo
no soy discípulo de Bueno; fui alumno. Le admiré y le sufrí; me
provocó y me enseñó. Pero no me convenció.
Para sus discípulos, el
Materialismo Académico de Gustavo Bueno es la más potente filosofía
crítica que incluye, representa y supera toda posición filosófica
hasta el presente. Resultando así el Materialismo filosófico
académico de Gustavo Bueno una suerte de nuevo corpus dogmático
desde el que declarar o no la ortodoxia filosófica. Casi rayan en
el entusiasmo y la veneración religiosa, repitiendo las tesis del
“maestro” al que han conocido en estos últimos años y les ha
abierto los ojos. ¡Por fin, han visto la luz!
Cuando en el curso
1972/73 me matriculé en primero de Filosofia y Letras, las lecciones
de Bueno giraban precisamente en torno a la muerte de la filosofía,
el neopositivismo y el círculo de Viena, Wittgenstein, la lógica
matemática, el marxismo y un lenguaje que, a mis 17 años, me
parecía, a la vez, fascinante y difícil. Bueno no hacía
concesiones; no era precisamente un profesor a quien se podía seguir
sin aguzar la atención. Entraba en clase con su especie de uniforme,
un traje gris y un polo en lugar de camisa y corbata. Como mucho,
llevaba en el bolsillo una “ficha” de cartulina, se subía a la
tarima y comenzaba a hablar con pasión, hilando un discurso que era
como un torrente de palabras para mí todas nuevas.
Sobre todo, me sorprendía
su constante y furibunda crítica a la metafísica, término que
utilizaba cuando quería “triturar” al adversario. Bueno entiende
por Metafísica lo que carece de sentido, tildándolo de monista,
espiritualista, irracional, ilusorio y falso. Ni siquiera es
conocimiento, es irreal.
Para él, pensar es
pensar contra alguien. Especialmente, a este propósito, estaba
permanentemente presente en sus lecciones la cuestión de Dios y la
Religión. Parecía una obsesión. No había clase ni tema en que,
sin saber cómo, no apareciese el tema de Dios. Yo creo que nunca
hasta entonces había oído hablar tanto de Dios. Ni en las clases de
religión.
Hablemos, pues, del Dios
de G. Bueno. Por supuesto, un Dios al que se oponía con todas sus
fuerzas. Un día (seguramente un día en que se excedió en demasía)
retó a los alumnos que estábamos en el aula a subir a la tarima y
demostrar frente a él la existencia de Dios. Naturalmente, nadie se
movió, pero yo, que nunca me he dejado avasallar, salí indignado de
aquella clase. Bueno provocaba en mí una suerte de contradicción:
me atraía su difícil exposición, me retaba y me provocaba a buscar
una crítica a su crítica.
Al curso siguiente,
ingresé en el Seminario de Oviedo y en él busqué también
respuestas a los interrogantes que Bueno me suscitaba, provocando, a
mi vez, la incomprensión de algunos profesores. Recuerdo uno que,
seguramente molesto por las continuas preguntas y objeciones que yo
le ponía en clase, con muy poca psicología por su parte, llegó a
invitarme a abandonar el Seminario acusándome, para mi estupor, de
ser un “infiltrado de Bueno”.
Para él, toda filosofía
verdadera ha de ser entendida como materialista, incluso aquellas que
puedan originalmente no ser consideradas como tales. Por ejemplo,
decía que el desarrollo del pensamiento cristiano constituye uno de
los tramos más ricos e interesantes de la historia del materialismo,
porque está ligado a la corporeidad. Los dogmas de la Creación, la
divina providencia y, sobre todo, el dogma de la Encarnación suponen
la elevación del estatuto del cuerpo. Por tanto, el cristianismo,
mal que le pese, ha realizado históricamente una labor de educador
de la conciencia materialista, al predicar el respeto al mundo
corpóreo, como obra de Dios, y excomulgar a quienes, por desprecio,
se abstienen de boda, carne o vino.
En sus “Ensayos
materialistas” elabora su ontología crítica y dialéctica. Pero
aborrece de todo lo que él llamaba el “materialismo grosero”,
porque su filosofía materialista académica aspiraba a ser una
“Geometría de las Ideas”. En este sentido, citaba muchas veces
el caso de nuestro premio nobel, Severo Ochoa, quien en cierta
ocasión afirmó: “todo es química”. Semejante simpleza le dejó
a él, como a mí, estupefacto (pero no es infrecuente entre
científicos muy reconocidos en sus especialidades cuando se meten a
filosofar).
La Idea de Materia es
indeterminada, infinita, inconmensurable, plural, que se hace y se
deshace en constante fluir. ¡Dios me libre de pensar que la Idea de
Materia Transcendental es un sustituto terciogenérico de la realidad
divina! Porque la idea de Dios es –dice- el descubrimiento de
nuestro siglo, como “depósito de las esencias” y se corresponde
con el tercer Género de materialidad (M3). Dios es la resultante de
sustantivar el pensamiento o la infinitud, trasladándolo al mundo de
los “transfísico”, de lo que está “más allá del horizonte
de las focas”. Es la autoproyección de la conciencia gnóstica
espiritualista, frente a la que se yergue la conciencia materialista.
Sin embargo, la religión
es asunto propio de la Antropología. ¿Es un hecho la religación?
Bueno dice que sí, pero la interpreta en clave materialista y
antimetafísica. La religión es verdadera como categoría
antropológica. En la antropología materialista, el hombre es un
“esfera”, un “espacio antropológico”.
Es aquí justamente,
donde surge la Religión: las relaciones con las divinidades o
“númenes”. Se trata de las relaciones que el hombre tiene con
determinados animales. Los hombres desde su origen evolutivo se han
relacionado con animales con los que han mantenido sentimientos de
temor, adulación o amistad. Esta es la tesis fundamental de la
filosofía materialista de la Religión de Bueno: los hombres no han
hecho a Dios a imagen y semejanza del hombre, como decía Feuerbach,
sino a imagen y semejanza de los animales.
La religión brota –dice-
de la animalidad constitutiva del hombre, de la “religación”
del hombre a los animales. No a todos. No todos los animales son
divinos, sino sólo algunos como, por ejemplo, el reno, el oso o el
gato, que siempre fue divino. La Teología es así, en realidad,
Etología. Por eso, dice, el ateísmo no procede de la impiedad
moderna, sino des desprecio por los animales.
Para concluir diré que
la filosofía de Gustavo Bueno se nos muestra curiosamente como una
filosofía platónica que construye la realidad por medio de una
“geometría de la Ideas” y, por tanto, como un epígono del
Idealismo tan denostado por él. Todo lo real es material; la Idea de
Materia es la clave interpretativa de toda posible realidad y el
criterio último y absoluto de la verdad.
Su filosofía es una
abstracción, un constructo geométrico, un idealismo invertido.
Decir que todo lo real es material y fuera de la materia no hay nada,
es un postulado, un supuesto absoluto, una opción tomada como
principio dogmático desde el que se anatematiza al otro, al
“adversario”, aun a costa de la verdad. Porque tergiversa los
sistemas filosóficos utilizando lo que yo llamo el “método
maniqueo”, que introduce elementos aparentemente inocuos para poder
así caricaturizar y ridiculizar al adversario.
Es curiosísimo comprobar
como en los Ensayos materialista Bueno ejemplifica y reduce toda la
filosofía que combate a Berkeley y Malebranche, presentándolos como
los representantes prístinos de un delirante sistema idealista
metafísico cristiano. Esa manipulación artificial me produjo
siempre una especial irritación intelectual.
Hay modos de hacer
filosofía, ya ensayados en la larga historia de la filosofía, que,
situándose combativamente contra el otro como adversario a triturar,
no alcanzan su objetivo, porque combaten contra sí mismos y culminan
en un melancólico y triste final autodestructivo.
En cuanto a su más
famosa tesis sobre el origen animal de la religión, podríamos
hablar largo y tendido. Baste decir que, como él mismo confiesa en
“Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión”, la idea se
le ocurrió un día de paseo en que se encontró con un perro
gigantesco ante el que, naturalmente, sintió temor. Pero al
considerar para sí mismo que él era un ser superior, pasó
prudentemente por la orilla opuesta en actitud indiferente. Tras
alcanzar una distancia, se volvió para ver qué hacía el perro y,
¡oh, sorpresa!, el perro hizo exactamente lo mismo. En aquel
instante, sus miradas se encontraron y Bueno tuvo una especie de
revelación, iluminación o intuición. Comprendió que si él
hubiera sido un hombre religioso habría reconocido al perro como un
ser superior, un “númen”, un “animal divino”.
Es decir, los animales,
por ellos, desde ellos, con ellos y en ellos, son la fuente de toda
numinosidad o religiosidad. El origen de la religión es la
religación del hombre a la animalidad, que se irá desplegando
históricamente en tres estadios: religiones primarias, secundarias y
terciarias. Muestra así Bueno su raíz en el positivismo ateo de
Compte. Una clasificación coherente con su sistema, pero que de
ninguna manera es seguida por la comunidad científica que estudia la
fenomenología y la historia de las religiones.
La teoría del origen
animal de la religión es, cuando menos, absolutamente gratuita. Yo
no la llamaría una “Idea”, sino una ocurrencia. En “El animal
divino” dice en las páginas 154s que hay que optar y él opta por
el materialismo: “No somos agnósticos, no dudamos sobre la
existencia de los dioses espirituales; somos dogmáticos en este
punto… y partimos de la hipótesis de que estos dioses (y, por
supuesto, el Dios monoteísta) no existen en la realidad”. Es lo
coherente con el Materialismo de Bueno.
Pero es que esa supuesta
“religión natural” o primaria es sólo “opción”. Que ese
sea el origen de la religión es una simple ocurrencia. Es cierto una
cosa: sobre cómo empezó la religión históricamente cada cual
puede decir lo que quiera, porque ni lo sabemos ni seguramente
podremos saberlo nunca. A lo sumo, conjeturarlo. Pero lo que yo
sostengo es que la teoría de Bueno no es siquiera una “conjetura”,
porque siguiendo el Tractatus de Wittgenstein (del que tanto nos
hablaba en clase) no es empíricamente verificable, y siguiendo a
Popper (al que tanto denostaba <y copiaba>) no es tampoco
empíricamente refutable o “falsable”. Por tanto, la tesis básica
de “El animal divino” es simplemente una tesis “sin sentido”.
La religión brota –dice-
de la animalidad constitutiva del hombre, de la “religación”
del hombre a los animales. No a todos. No todos los animales son
divinos, sino sólo algunos como, por ejemplo, el reno, el oso o el
gato, que siempre fue divino. La Teología es así, en realidad,
Etología. Por eso, dice, el ateísmo no procede de la impiedad
moderna, sino des desprecio por los animales.
Para concluir diré que
la filosofía de Gustavo Bueno se nos muestra curiosamente como una
filosofía platónica que construye la realidad por medio de una
“geometría de la Ideas” y, por tanto, como un epígono del
Idealismo tan denostado por él. Todo lo real es material; la Idea de
Materia es la clave interpretativa de toda posible realidad y el
criterio último y absoluto de la verdad.
Su filosofía es una
abstracción, un constructo geométrico, un idealismo invertido.
Decir que todo lo real es material y fuera de la materia no hay nada,
es un postulado, un supuesto absoluto, una opción tomada como
principio dogmático desde el que se anatematiza al otro, al
“adversario”, aun a costa de la verdad. Porque tergiversa los
sistemas filosóficos utilizando lo que yo llamo el “método
maniqueo”, que introduce elementos aparentemente inocuos para poder
así caricaturizar y ridiculizar al adversario.
Es curiosísimo comprobar
como en los Ensayos materialista Bueno ejemplifica y reduce toda la
filosofía que combate a Berkeley y Malebranche, presentándolos como
los representantes prístinos de un delirante sistema idealista
metafísico cristiano. Esa manipulación artificial me produjo
siempre una especial irritación intelectual.
Hay modos de hacer
filosofía, ya ensayados en la larga historia de la filosofía, que,
situándose combativamente contra el otro como adversario a triturar,
no alcanzan su objetivo, porque combaten contra sí mismos y culminan
en un melancólico y triste final autodestructivo.
En cuanto a su más
famosa tesis sobre el origen animal de la religión, podríamos
hablar largo y tendido. Baste decir que, como él mismo confiesa en
“Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión”, la idea se
le ocurrió un día de paseo en que se encontró con un perro
gigantesco ante el que, naturalmente, sintió temor. Pero al
considerar para sí mismo que él era un ser superior, pasó
prudentemente por la orilla opuesta en actitud indiferente. Tras
alcanzar una distancia, se volvió para ver qué hacía el perro y,
¡oh, sorpresa!, el perro hizo exactamente lo mismo. En aquel
instante, sus miradas se encontraron y Bueno tuvo una especie de
revelación, iluminación o intuición. Comprendió que si él
hubiera sido un hombre religioso habría reconocido al perro como un
ser superior, un “númen”, un “animal divino”.
Es decir, los animales,
por ellos, desde ellos, con ellos y en ellos, son la fuente de toda
numinosidad o religiosidad. El origen de la religión es la
religación del hombre a la animalidad, que se irá desplegando
históricamente en tres estadios: religiones primarias, secundarias y
terciarias. Muestra así Bueno su raíz en el positivismo ateo de
Compte. Una clasificación coherente con su sistema, pero que de
ninguna manera es seguida por la comunidad científica que estudia la
fenomenología y la historia de las religiones.
La teoría del origen
animal de la religión es, cuando menos, absolutamente gratuita. Yo
no la llamaría una “Idea”, sino una ocurrencia. En “El animal
divino” dice en las páginas 154s que hay que optar y él opta por
el materialismo: “No somos agnósticos, no dudamos sobre la
existencia de los dioses espirituales; somos dogmáticos en este
punto… y partimos de la hipótesis de que estos dioses (y, por
supuesto, el Dios monoteísta) no existen en la realidad”. Es lo
coherente con el Materialismo de Bueno.
Pero es que esa supuesta
“religión natural” o primaria es sólo “opción”. Que ese
sea el origen de la religión es una simple ocurrencia. Es cierto una
cosa: sobre cómo empezó la religión históricamente cada cual
puede decir lo que quiera, porque ni lo sabemos ni seguramente
podremos saberlo nunca. A lo sumo, conjeturarlo. Pero lo que yo
sostengo es que la teoría de Bueno no es siquiera una “conjetura”,
porque siguiendo el Tractatus de Wittgenstein (del que tanto nos
hablaba en clase) no es empíricamente verificable, y siguiendo a
Popper (al que tanto denostaba <y copiaba>) no es tampoco
empíricamente refutable o “falsable”. Por tanto, la tesis básica
de “El animal divino” es simplemente una tesis “sin sentido”.
Fernando Llenín
Iglesias