domingo, 23 de agosto de 2015

Comentario al Evangelio del Domingo 23 de Agosto 2015

SEÑOR, ¿A QUIÉN IREMOS?


Jn 6, 60-69

Al oír las palabras de Jesús, muchos de sus discípulos entraron en crisis, confusos en su fe y dubitativos. Probablemente el evangelio de san Juan refleje una crisis ocurrida en la comunidad joánica a finales del siglo I, en la que judíos cristianos reaccionaron frente a la profesión de fe en Jesucristo Hijo de Dios y en la Eucaristía, abandonando la Iglesia y volviéndose a la sinagoga. La resistencia a creer totalmente en Cristo no puede ser superada sin la gracia, “si no se lo concede el Padre”.

Los “discípulos” habían admitido que quizás Jesús fuese el Enviado de Dios, el Mesías que esperaban como libertador de Israel y el que iba a reunir al Pueblo de Dios para iniciar una nueva era escatológica. Pero tropezaron con la proclamación inaudita para ellos de ser el Salvador del mundo y de que en él se realizase la plena comunión del hombre con Dios.

Por eso, dicen que sus palabras son “duras” (sklerós). Las han entendido bien, pero rehusan “escucharlas”; es decir, creer en él. Jesús les muestra que se han “escandalizado”, que han tropezado en sus palabras como en una piedra del camino que les hace tambalearse y caer. Les añade una pregunta que no espera respuesta, sino que es aún más provocativa para ellos: “¿y si vierais al Hijo del hombre subir donde estaba antes?” Indica su procedencia de la divinidad. El que “ha bajado” del cielo, subirá “a donde estaba antes” cuando haya cumplido su misión.

Para “ver” esto es necesaria la fe, una gracia del Espíritu Santo, “que hace vivir”. El Espíritu Santo es Vida, es la fuente de la vida, el que da la vida. El Espíritu Santo hace nacer de nuevo. Las palabras de Jesús son Espíritu y son vida. El hombre “carnal” es incapaz de creer en Cristo porque no tiene en él la vida de Dios, el Espíritu Santo. Por eso, no puede creer ni comprender, porque juzga según la apariencia, de una forma material y superficial. Su inteligencia está ofuscada por su pecado. Y esa ofuscación son tinieblas que equivalen a una falta de fe y a una cerrazón en sí mismo. Carece de la apertura que rompe los límites de su propia voluntad, inteligencia y sentir.

Hay una “clave espiritual” en las palabras de Jesús que sólo puede descifrar quien tiene su Espíritu. El Espíritu Santo es apertura y dinamismo vital. Pero no se impone como una evidencia material, sino que invita y mueve a creer en libertad. Hay discípulos que no creen. Hay un punto en el que finalmente quien ha conocido a Jesús tiene que decidirse a seguirle plenamente y entregarse a él o abandonarlo. El Señor nos sitúa ante nuestra libertad. Puedes aceptar o resistirte; puedes seguirle o abandonarle; puedes creer en él o no creer. En este punto, el evangelio de san Juan muestra sin disimulos que muchos que comenzaron el discipulado, finalmente lo abandonaron. Si esto tuvo lugar o no en la vida histórica de Jesús o fue una reacción posterior de cristianos judíos que terminaron por abandonar la Iglesia y volver al antiguo judaísmo, es lo de menos. Lo importante es que siempre y para todos la opción de creer o no es inexorablemente una decisión libre de cada uno.

Dios “atrae”, Dios “da” la gracia, pero es el hombre quien ha de abrirse a ese don o rechazarlo. Ese rechazo fue una amarga experiencia de Jesús, cuyo culmen fue su condena a morir crucificado y verse abandonado por todos. Es un rechazo que continua a lo largo de la historia hasta nuestros días. Muchos se preguntan porqué sucede eso, porqué Israel ha rechazado a Cristo o porqué la sociedad europea actual rechaza a Cristo. Como también uno se pregunta porqué uno de los Doce le traicionó o le traiciona hoy en día. Y la respuesta está en el uso de la libertad del hombre o en su incapacidad por su pecado de “ver” y comprender espiritualmente.

Pero hay otros que sí creen, como Pedro que confiesa su fe en Jesús como “el Santo de Dios”, como aquel que tiene “las palabras de la vida eterna”. Es un pequeño grupo: los Doce. La fe de Pedro sucede al rechazo de muchos. Podríamos decir que la fe de Pedro sucederá incluso a la momentánea negación de Pedro. Pedro es la cabeza que representa a la totalidad de los Doce, y eso que entre ellos había un traidor.

La pregunta de Pedro “¿a quién iríamos?” refleja un proceso interior que ha sido superado. También ellos tuvieron que pasar su crisis, pero optaron por creer en él sin vacilar más: tus palabras “son” vida eterna. Pedro acepta sin reservas. Seguro que no entendía plenamente su significado ni sus consecuencias, pero confía y se entrega: “nosotros creemos y sabemos”. Creer y saber expresan que en la fe la inteligencia no es abstracta, sino cordial, existencial y vital.

Fernando Llenín Inglesias

lunes, 17 de agosto de 2015



EL PAN VIVO
(Jn 6, 51-58)


Jesús se presenta como el “pan vivo”, es decir, como el alimento que contiene la vida misma de Dios y puede comunicarla. Jesús tiene la vida en sí mismo. Él no es solamente el “pan de la vida”, sino “el pan vivo”. Hay una revelación nueva: “el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. El verbo “dar” está en futuro: “el pan que yo daré”, con un Ego enfático. El pan que Dios da, el que baja del cielo, es el mismo Jesús.

Este pan que “dará” es la entrega voluntaria del Hijo. Dar de comer este pan equivale a entregar su vida en la cruz. Ese es el don de Dios: la vida de Cristo donada, entregada a la muerte para hacer brotar la vida eterna desde esa misma muerte. Es un pan dado para la vida del mundo. La muerte de Jesús-carne (pan) es fuente de vida para el mundo.

Por “carne” no se refiere Jesús al organismo, sino a sí mismo en su condición mortal y paciente. La palabra “carne” designa la totalidad del hombre en tanto que ser mortal, finito, caduco, sujeto a la fragilidad, a la debilidad y al sufrimiento. No habla de “alma” (psykhé) ni de “cuerpo” (sóma), sino de “carne” en el mismo sentido que aparece en el Prólogo: “la Palabra (Lógos) se hizo carne”. Por tanto, alude al misterio de la encarnación, destacado mediante la imagen de la bajada del cielo.

Aquellos galileos que escucharon a Jesús no creyeron en él. Para los judíos era claro el simbolismo del maná como alusión a la Torá, a la Ley, es decir, a la Palabra de Dios que se recibe como alimento para la vida. Comer el maná significaba vivir del don de la Palabra de Dios. Pero Jesús les dice que él mismo es “el pan del cielo”, el verdadero maná, la verdadera Palabra de Dios e insiste en la necesidad de que el discípulo coma ese nuevo maná, se asimile, por así decir, a él para recibir la “vida eterna”.

Sus interlocutores eran conscientes del significado simbólico de sus palabras y comprendieron muy bien que Jesús afirmaba su origen divino. Si rechazaron sus palabras, es porque habían comprendido su significado. No se confundían, no, pensando que Jesús les estuviese hablando de antropofagia. Lo que rechazaban era que la salvación universal y, en concreto, la suya, pudiera provenir de Jesús que les habla, porque eso le hace ocupar el lugar salvador de Dios mismo. Sus palabras, por tanto, sonaban sacrílegas a oídos de sus oyentes. Rechazaban la Encarnación del Lógos y que ese Lógos, esa Palabra, fuera Jesús. Negaban que la muerte de Jesús sea fuente de vida para todos los hombres. En definitiva, preanuncian el escándalo de la cruz para los judíos. Por eso, los judíos rechazarán más tarde la Eucaristía cristiana.


Jesús solemniza y enfatiza la veracidad de su anuncio con un doble “amén” e identifica su carne, es decir, él mismo, con el Hijo del hombre, respondiendo así a los judíos que le designaban despectivamente como “éste”. El título “Hijo del hombre” designa al Hijo de Dios Salvador. Es una figura celestial a quien atribuyó la misión de dar el alimento que permanece hasta la vida eterna. Y ahora les dice que el alimento se identifica con el donante, con el mismo Hijo del hombre que, bajado del cielo, entrega su vida para “darla” a los hombres.

Frente a las objeciones y rechazo de sus interlocutores, Jesús reafirma que no sólo la carne sino también la sangre ha de ser bebida para tener la vida. La sangre es precisamente el símbolo de la vida. Jesús anuncia su propia muerte como don de vida eterna. Jesús invita a “comer y beber”, es decir, a acoger la revelación del sacrificio del Hijo del hombre. En un sacrificio hay siempre un banquete en el que se come la carne sacrificada y se bebe el vino como metáfora de la vida ofrecida.

Todo el discurso de Jesús está impregnado del simbolismo sapiencial del alimento. Lo significado es la palabra divina, fuente de salvación cuando es “comida”, es decir, plenamente acogida por el hombre. “Comer” en sentido espiritual equivale a “creer”; “beber” significa “adhesión” íntima y personal. Comer ese “pan” es, por tanto, una adhesión y una unión íntima a la persona de Cristo salvador del mundo. Aparece así el tema de la inmanencia mutua entre Jesús y el creyente.

La “carne y la sangre” de Jesús son las del Hijo del hombre bajado del cielo para ser “elevado”. Esa carne comida y esa sangre bebida por el discípulo produce una morada recíproca, una íntima unión mutua, un asimilarse el uno al otro: dos en uno. Se produce así una “inmamencia recíproca” que no puede separarse de la relación que une al Padre y al Hijo. San Juan nos transmite aquí el profundísimo misterio de la relación de Jesús con Dios su Padre: “somos uno”. Jesús y el Padre son dos, pero al mismo tiempo son “Uno”. Análogamente, hay una unión del discípulo con Jesús, el Hijo. La Relación Padre-Hijo engendra la relación Hijo-creyente. El modelo es profundamente trinitario: “yo vivo por el Padre….el que me come vivirá por mí”. Unido a Jesucristo el cristiano permanece unido a la Santa Trinidad. El Hijo es el mediador de esa relación vital.

Esta íntima unión vital se realiza en la Eucaristía, que actualiza el don que nos hace el Hijo del hombre, el Hijo de Dios, de sí mismo. Se produce en nosotros este misterioso intercambio: somos asumidos en la divinidad de Aquel que ha asumido nuestra humanidad. La Eucaristía realiza esa simbiosis mutua, esa comunión del creyente con aquel que vive por el Padre. Comer el pan y beber la copa eucarísticos es entrar en comunión con aquel que se entregó a la muerte y la venció dando la vida eterna. El fruto de la Eucaristía es la vida nueva y eterna del discípulo.

Jesús nos llama a unirnos a él en el sacramento de la Eucaristía, pan partido para la vida del mundo, para formar juntos la Iglesia, que es su Cuerpo histórico. La Eucaristía es el medio y el instrumento de esta transformación recíproca, que tiene siempre a Dios como fin y como actor principal: Él es la Cabeza y nosotros los miembros; Él es la Vida y nosotros los sarmientos. Quien come de este pan y vive en comunión con Jesús dejándose transformar por Él y en Él, es salvado de la muerte eterna. Ciertamente muere como todos, participando también en el misterio de la pasión y de la cruz de Cristo, pero no es ya esclavo de la muerte y resucitará en el último día para gozar la fiesta eterna con María y todos los santos.