EL
PAN VIVO
(Jn
6, 51-58)
Jesús
se presenta como el “pan vivo”, es decir, como el alimento que
contiene la vida misma de Dios y puede comunicarla. Jesús tiene la
vida en sí mismo. Él no es solamente el “pan de la vida”, sino
“el pan vivo”. Hay una revelación nueva: “el pan que yo daré
es mi carne para la vida del mundo”. El verbo “dar” está en
futuro: “el pan que yo daré”, con un Ego enfático. El pan que
Dios da, el que baja del cielo, es el mismo Jesús.
Este
pan que “dará” es la entrega voluntaria del Hijo. Dar de comer
este pan equivale a entregar su vida en la cruz. Ese es el don de
Dios: la vida de Cristo donada, entregada a la muerte para hacer
brotar la vida eterna desde esa misma muerte. Es un pan dado para la
vida del mundo. La muerte de Jesús-carne (pan) es fuente de vida
para el mundo.
Por
“carne” no se refiere Jesús al organismo, sino a sí mismo en su
condición mortal y paciente. La palabra “carne” designa la
totalidad del hombre en tanto que ser mortal, finito, caduco, sujeto
a la fragilidad, a la debilidad y al sufrimiento. No habla de “alma”
(psykhé) ni de “cuerpo” (sóma), sino de “carne” en el mismo
sentido que aparece en el Prólogo: “la Palabra (Lógos) se hizo
carne”. Por tanto, alude al misterio de la encarnación, destacado
mediante la imagen de la bajada del cielo.
Aquellos
galileos que escucharon a Jesús no creyeron en él. Para los judíos
era claro el simbolismo del maná como alusión a la Torá, a la Ley,
es decir, a la Palabra de Dios que se recibe como alimento para la
vida. Comer el maná significaba vivir del don de la Palabra de Dios.
Pero Jesús les dice que él mismo es “el pan del cielo”, el
verdadero maná, la verdadera Palabra de Dios e insiste en la
necesidad de que el discípulo coma ese nuevo maná, se asimile, por
así decir, a él para recibir la “vida eterna”.
Sus
interlocutores eran conscientes del significado simbólico de sus
palabras y comprendieron muy bien que Jesús afirmaba su origen
divino. Si rechazaron sus palabras, es porque habían comprendido su
significado. No se confundían, no, pensando que Jesús les estuviese
hablando de antropofagia. Lo que rechazaban era que la salvación
universal y, en concreto, la suya, pudiera provenir de Jesús que les
habla, porque eso le hace ocupar el lugar salvador de Dios mismo. Sus
palabras, por tanto, sonaban sacrílegas a oídos de sus oyentes.
Rechazaban la Encarnación del Lógos y que ese Lógos, esa Palabra,
fuera Jesús. Negaban que la muerte de Jesús sea fuente de vida para
todos los hombres. En definitiva, preanuncian el escándalo de la
cruz para los judíos. Por eso, los judíos rechazarán más tarde la
Eucaristía cristiana.
Jesús
solemniza y enfatiza la veracidad de su anuncio con un doble “amén”
e identifica su carne, es decir, él mismo, con el Hijo del hombre,
respondiendo así a los judíos que le designaban despectivamente
como “éste”. El título “Hijo del hombre” designa al Hijo de
Dios Salvador. Es una figura celestial a quien atribuyó la misión
de dar el alimento que permanece hasta la vida eterna. Y ahora les
dice que el alimento se identifica con el donante, con el mismo Hijo
del hombre que, bajado del cielo, entrega su vida para “darla” a
los hombres.
Frente
a las objeciones y rechazo de sus interlocutores, Jesús reafirma que
no sólo la carne sino también la sangre ha de ser bebida para tener
la vida. La sangre es precisamente el símbolo de la vida. Jesús
anuncia su propia muerte como don de vida eterna. Jesús invita a
“comer y beber”, es decir, a acoger la revelación del sacrificio
del Hijo del hombre. En un sacrificio hay siempre un banquete en el
que se come la carne sacrificada y se bebe el vino como metáfora de
la vida ofrecida.
Todo
el discurso de Jesús está impregnado del simbolismo sapiencial del
alimento. Lo significado es la palabra divina, fuente de salvación
cuando es “comida”, es decir, plenamente acogida por el hombre.
“Comer” en sentido espiritual equivale a “creer”; “beber”
significa “adhesión” íntima y personal. Comer ese “pan” es,
por tanto, una adhesión y una unión íntima a la persona de Cristo
salvador del mundo. Aparece así el tema de la inmanencia mutua entre
Jesús y el creyente.
La
“carne y la sangre” de Jesús son las del Hijo del hombre bajado
del cielo para ser “elevado”. Esa carne comida y esa sangre
bebida por el discípulo produce una morada recíproca, una íntima
unión mutua, un asimilarse el uno al otro: dos en uno. Se produce
así una “inmamencia recíproca” que no puede separarse de la
relación que une al Padre y al Hijo. San Juan nos transmite aquí el
profundísimo misterio de la relación de Jesús con Dios su Padre:
“somos uno”. Jesús y el Padre son dos, pero al mismo tiempo son
“Uno”. Análogamente, hay una unión del discípulo con Jesús,
el Hijo. La Relación Padre-Hijo engendra la relación Hijo-creyente.
El modelo es profundamente trinitario: “yo vivo por el Padre….el
que me come vivirá por mí”. Unido a Jesucristo el cristiano
permanece unido a la Santa Trinidad. El Hijo es el mediador de esa
relación vital.
Esta
íntima unión vital se realiza en la Eucaristía, que actualiza el
don que nos hace el Hijo del hombre, el Hijo de Dios, de sí mismo.
Se produce en nosotros este misterioso intercambio: somos asumidos en
la divinidad de Aquel que ha asumido nuestra humanidad. La Eucaristía
realiza esa simbiosis mutua, esa comunión del creyente con aquel que
vive por el Padre. Comer el pan y beber la copa eucarísticos es
entrar en comunión con aquel que se entregó a la muerte y la venció
dando la vida eterna. El fruto de la Eucaristía es la vida nueva y
eterna del discípulo.
Jesús
nos llama a unirnos a él en el sacramento de la Eucaristía, pan
partido para la vida del mundo, para formar juntos la Iglesia, que es
su Cuerpo histórico. La Eucaristía es el medio y el instrumento de
esta transformación recíproca, que tiene siempre a Dios como fin y
como actor principal: Él es la Cabeza y nosotros los miembros; Él
es la Vida y nosotros los sarmientos. Quien come de este pan y vive
en comunión con Jesús dejándose transformar por Él y en Él, es
salvado de la muerte eterna. Ciertamente muere como todos,
participando también en el misterio de la pasión y de la cruz de
Cristo, pero no es ya esclavo de la muerte y resucitará en el último
día para gozar la fiesta eterna con María y todos los santos.
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