LAS
MANOS IMPURAS
Mc
7,1-8.14-15.21-23
Los fariseos fueron un
movimiento político-religioso judío que se caracterizaba, entre
otras cosas, por realizar una exacta y precisa interpretación de la
ley mosaica. Eran de “estricta observancia”. San Pablo, cuando
dice que él fue fariseo, se llama a sí mismo “fanático” e
“irreprochable” en el cumplimiento de esa ley. Los fariseos eran
escrupulosos en el cumplimiento de reglas y normas de pureza,
diezmos, observancia del sábado y días santos, matrimonio y
divorcio, así como formas propias de oración y de vida comunitaria.
Pensaban que sus enseñanzas, aunque no se encontrasen literalmente
en el texto bíblico, eran deducibles del mismo.
En Mc 7,1 se narra que
“los fariseos y algunos de los escribas procedentes de Jerusalén”
se acercaron a Jesús. Jesús y los fariseos coincidían en el deseo
de que todo Israel, y no sólo una minoría intelectual y
privilegiada o una secta apartada de los demás, cumpliera la
voluntad de Dios contenida en la Ley y los Profetas. El debate
polémico entre Jesús y los fariseos era más práctico que teórico.
Mc 7, 1-23 es el pasaje
evangélico más extenso sobre la disputa de Jesús en relación a
las reglas de pureza. Básicamente el texto tiene dos partes: 1-13,
referido a las manos impuras y la tradición de los antepasados, y
14-23 sobre la enseñanza de Jesús acerca de qué es lo que
verdaderamente hace impuro al hombre, si lo que entra de fuera o lo
que sale de dentro.
Los judíos se lavan las
manos antes de la oración y oraban antes de comer. Por tanto, debían
comer con las manos lavadas. La cuestión era que habían visto a
algunos discípulos de Jesús comer con manos impuras o no lavadas.
Evidentemente, el responsable de tan impropia conducta sería el
mismo Jesús. En su respuesta, Jesús utiliza dos argumentos: les
acusa de hipocresía por ser tan observantes en una minucia, mientras
se saltan, por ejemplo, un mandamiento tan importante como honrar
padre y madre.
Entonces Jesús se dirige
a la multitud y no a un grupo selecto y minoritario como los
fariseos. A ellos les enseña qué es lo que verdaderamente hace
impuro a un hombre: lo que sale de él, lo que brota de su corazón.
De ahí surgen las malas acciones, los malos pensamientos y las malas
actitudes, que Jesús ejemplifica en lo que se llama un “catálogo
de vicios”
La clave de todo está en
la consideración del “hombre impuro”. Nada hay fuera del hombre
que, entrando en él, pueda hacerlo impuro (alimentos o adherencias);
lo que sale del hombre, sólo eso puede hacer impuro al hombre (su
“corazón”).
La polémica de Jesús
con los fariseos, sin embargo, tiene su centro en torno a la
“tradición de los antepasados”. El comer con manos impuras es
sólo la ocasión para la discusión. Es una discusión sobre el
valor de las “tradiciones”, frente a lo esencial: los
mandamientos. Jesús llama a los fariseos “hipócritas”, actores
que fingen cumplir la voluntad de Dios, pero, en realidad, están muy
lejos de Él.
Una hipocresía que es la
expresión de una profunda enfermedad espiritual. El corazón se ha
separado de Dios y han vaciado la palabra de Dios sustituyéndola
por tradiciones humanas. Pretenden honrar a Dios sólo con los
labios, es decir, con la comida.
Jesús desmonta el
criterio neurótico sobre la impureza ritual que dice que tocando una
cosa o una mano sin lavar pueda hacer impuro a alguien. Hay
ciertamente una fácil perversión religiosa que se muestra obsesiva
con prácticas ritualistas o moralismos superficiales que desvirtúan
la esencial relación del hombre con Dios y con los demás,
centrándose en los externo y superficial. Por eso, Jesús llama la
atención con una llamada insistente: “¡Escuchadme todo y entended
esto!” Nada es impuro en sí mismo. ¡Dejad los escrúpulos! Lo
importante es el “corazón”.
La palabra de Jesús
resuena como la palabra de los antiguos profetas. El corazón indica
el núcleo esencial de la persona, el centro mismo de donde brotan
los pensamientos, los sentimientos, las intenciones y las acciones.
La impureza está ligada a la injusticia, a la impiedad, a la falta
de amor, a las acciones malas y egoístas.
Don Fernando Llenin Iglesias
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