EL FARISEO Y EL PUBLICANO
Lc
18, 9-14
La parábola
compara y contrasta dos personajes en el Templo, con dos actitudes
corporales diferentes y dos oraciones, larga la del fariseo, breve
exclamación la del publicano. Uno se ensalzó a sí mismo ante
Dios; el otro, se humilló. El que se humilló salió justificado,
enaltecido; el que se ensalzó salió como entró: lleno de orgullo.
La parábola
quiere persuadirnos de cambiar nuestras actitudes arrogantes, cuando
nos creemos “justos” y despreciamos a los demás al criticar.
¡Cuántas veces nos situamos ante nosotros mismos y, sobre todo,
ante los demás, como seguros e impolutos! Y lo hacemos siempre,
implícitamente, cuando nos erigimos en jueces de los otros a los
que, inmisericordes, condenamos. A las personas tan seguras de sí
mismas, tan despreciativas, tan justicieras, Jesús les dirige esta
parábola. Hay mucho fariseo y mucho fariseísmo en el mundo actual y
aún, muchas veces, en uno mismo.
En la
sociedad actual, en la política, en los medios de comunicación,
continuamente se da muestra de esta actitud “farisea”. ¡Cuánta
dureza, cuánto juicio y cuánta condena destilan las palabras y los
comportamientos de aquellos que, poniéndose a sí mismos como
“puros” e impolutos, libres de toda corrupción, afirman que
ellos no, que no son “como los demás! Ese “ambiente” social y
político sólo genera resentimiento, dureza y menosprecio mutuo:
“¡Tú más!” Somos “hijos de la ira”, como dijo el poeta
Dámaso Alonso, remedando a san Pablo.
El Templo es
un lugar público, donde el hombre acude para adorar a Dios y
suplicar. El fariseo, de pie, se adora a sí mismo y, en vez de
suplicar, juzga y condena al publicano al compararse con él y
despreciarlo. El fariseo, cierto, es un hombre honesto, pero se ahoga
en un mar de orgullo y, en realidad, de hipocresía: “Te doy
gracias porque YO no soy como los demás hombres…, ni tampoco como
ese publicano…” Y enumera los vicios de los demás, en contraste
con sus muchas virtudes.
El
publicano, en cambio, sabe perfectamente que es un pecador, y sabe
que todos lo saben. Los publicanos, que manejaban lo que hoy llamamos
“el dinero público”, desagradaban a todos y eran objeto de una
antipatía generalizada, considerados, con razón, como personas
corruptas, ávidos de riquezas e inflexibles. Curiosamente, aparecen
muchas veces en el círculo íntimo de Jesús. Son para Jesús el
prototipo del pecador, del enfermo moral que tiene necesidad de
médico y de la medicina de la misericordia.
El publicano
no levanta sus ojos al cielo y golpea su pecho. El publicano, hermano
gemelo del hijo pródigo, sólo tiene esperanza en la misericordia de
Dios. Suplica: “ten piedad de mí”. Él, contra toda esperanza,
vuelve a casa “justificado”, reconciliado, sanado íntimamente.
La justicia de Dios no es la justicia vindicativa de los hombres.
Dios es justo porque es Misericordia. Esta medicina es la que sana el
corazón del hombre, y no las condenas y castigos, ni los desprecios
y la exposición a la pública vergüenza.
El
arrepentimiento interior del publicano es el comienzo de una vida
nueva. Porque Dios no desea la muerte del pecador, sino que se
convierta y viva. ¡Dios nos libre del fariseísmo!