lunes, 24 de octubre de 2016


                                                EL FARISEO Y EL PUBLICANO
Lc 18, 9-14


La parábola compara y contrasta dos personajes en el Templo, con dos actitudes corporales diferentes y dos oraciones, larga la del fariseo, breve exclamación la del publicano. Uno se ensalzó a sí mismo ante Dios; el otro, se humilló. El que se humilló salió justificado, enaltecido; el que se ensalzó salió como entró: lleno de orgullo.

La parábola quiere persuadirnos de cambiar nuestras actitudes arrogantes, cuando nos creemos “justos” y despreciamos a los demás al criticar. ¡Cuántas veces nos situamos ante nosotros mismos y, sobre todo, ante los demás, como seguros e impolutos! Y lo hacemos siempre, implícitamente, cuando nos erigimos en jueces de los otros a los que, inmisericordes, condenamos. A las personas tan seguras de sí mismas, tan despreciativas, tan justicieras, Jesús les dirige esta parábola. Hay mucho fariseo y mucho fariseísmo en el mundo actual y aún, muchas veces, en uno mismo.

En la sociedad actual, en la política, en los medios de comunicación, continuamente se da muestra de esta actitud “farisea”. ¡Cuánta dureza, cuánto juicio y cuánta condena destilan las palabras y los comportamientos de aquellos que, poniéndose a sí mismos como “puros” e impolutos, libres de toda corrupción, afirman que ellos no, que no son “como los demás! Ese “ambiente” social y político sólo genera resentimiento, dureza y menosprecio mutuo: “¡Tú más!” Somos “hijos de la ira”, como dijo el poeta Dámaso Alonso, remedando a san Pablo.

El Templo es un lugar público, donde el hombre acude para adorar a Dios y suplicar. El fariseo, de pie, se adora a sí mismo y, en vez de suplicar, juzga y condena al publicano al compararse con él y despreciarlo. El fariseo, cierto, es un hombre honesto, pero se ahoga en un mar de orgullo y, en realidad, de hipocresía: “Te doy gracias porque YO no soy como los demás hombres…, ni tampoco como ese publicano…” Y enumera los vicios de los demás, en contraste con sus muchas virtudes.

El publicano, en cambio, sabe perfectamente que es un pecador, y sabe que todos lo saben. Los publicanos, que manejaban lo que hoy llamamos “el dinero público”, desagradaban a todos y eran objeto de una antipatía generalizada, considerados, con razón, como personas corruptas, ávidos de riquezas e inflexibles. Curiosamente, aparecen muchas veces en el círculo íntimo de Jesús. Son para Jesús el prototipo del pecador, del enfermo moral que tiene necesidad de médico y de la medicina de la misericordia.

El publicano no levanta sus ojos al cielo y golpea su pecho. El publicano, hermano gemelo del hijo pródigo, sólo tiene esperanza en la misericordia de Dios. Suplica: “ten piedad de mí”. Él, contra toda esperanza, vuelve a casa “justificado”, reconciliado, sanado íntimamente. La justicia de Dios no es la justicia vindicativa de los hombres. Dios es justo porque es Misericordia. Esta medicina es la que sana el corazón del hombre, y no las condenas y castigos, ni los desprecios y la exposición a la pública vergüenza.

El arrepentimiento interior del publicano es el comienzo de una vida nueva. Porque Dios no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. ¡Dios nos libre del fariseísmo!

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