Mc
10,17-30: LLAMADA A UN
HOMBRE RICO
Hay muchos que dicen que
todo es cuestión de economía, que lo importante, lo verdaderamente
importante es el bienestar material; el dinero, en definitiva. Y se
engañan, porque no sólo de pan vive el hombre. Los bienes son
necesarios, importantes y buenos, pero no bastan. No basta la
economía ni poner toda la confianza en el dinero y en las cuentas.
Hay muchos que dicen que
ni roban ni matan, que no hacen el mal, que no han cometido delitos
de estafa ni son corruptos ni defraudan. Y con eso ya está. Y es
verdad que la ley natural nos dice que no hagamos el mal, que no
hagamos a otro lo que a ti no te agrada. Pero no basta. No basta con
no hacer el mal.
Un hombre rico y
observante de la Ley de Dios preguntó a Jesús qué tenía que hacer
para “heredar” nada menos que la vida eterna. Y, para mostrarse
en buena figura y congraciarse con él, le adula llamándole “maestro
bueno”.
Jesús comienza por
ponerle en su sitio: sólo Dios es bueno. El hombre es imagen y
semejanza de Dios y, sólo por eso, es bueno. Y a continuación le
cita la segunda tabla del Decálogo, la parte que se refiere a las
relaciones humanas. Son mandamientos, por así decir, negativos: no
hagas el mal. Eso el hombre rico puede decir con orgullo que lo ha
cumplido desde su juventud (lo que implica que ya no era joven).
Hay una mirada intensa y
espiritual de Jesús hacia ese hombre, un discernimiento certero y
sobrenatural: le falta algo, algo “positivo”. Tiene un
impedimento, un obstáculo secreto del que, en el fondo, el rico es
conocedor. Jesús “movido por amor a él” le señala lo que le
falta: el amor a los pobres, la libertad de las riquezas materiales,
el desprendimiento radical de todo lo que no sea Dios. No hay ningún
otro Dios, ni siquiera el dios de este mundo: el dinero.
“Vete, vende cuanto
tienes y dalo a los pobres. Luego sígueme”. Pero este hombre rico
no está dispuesto, no quiere, no se esperaba esa palabra ni esa
llamada a seguirle así, radicalmente, sin nada que no sea él mismo
y Dios. Y había una razón: “tenía muchos bienes” y, por eso,
se entristeció y se enfadó. Este hombre lo tiene todo, menos lo
único necesario: la libertad interior que da el amor verdadero. En
el fondo, muestra una gran inseguridad y tristeza. Tendrá cosas,
pero no alegría.
Quería heredar la vida
eterna, pero conservando su amor al dinero. Imposible. Sin embargo,
“la herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto
del vientre”. La vida se gana dando la vida. La donación de sí y
el desprendimiento de todo lo demás es el camino de la vida eterna.
El hombre rico rechaza la
llamada del Señor. ¡Qué difícil es para el mundo opulento aceptar
y vivir el Evangelio! Se muestran tristes y enfadados precisamente
por su propio rechazo. Pensamos que seríamos capaces de hacer
cualquier cosa para demostrar lo buenos que somos. Es más, lo
intentamos. Pero qué rápidamente comprobamos que no podemos
desprendernos de nuestros idolillos y baratijas: el dinero, el
prestigio, el poder, el ser más, la imagen… ¡Tantas cosas!
Tenemos tantas cosas a las que nos aferramos y que no nos dan la
alegría, que caminamos por la vida tristes y apesadumbrados. ¿Puede
un camello, y además cargado de cosas, pasar por el ojo de una
aguja? No; pues tampoco el hombre materialista podrá entrar en el
Reino de Dios.
Jesús seguramente quedó
decepcionado por la respuesta del hombre rico. Esperaba de él otra
cosa vista su ansiosa actitud inicial. Pero comprobó, una vez más,
que la seducción de las riquezas y del mundo impide a los hombres
vivir como hijos de Dios. Es necesaria la gracia de Dios para vencer
la concupiscencia del hombre, ese afán, esa avidez, esa fruición
que busca saciarse sin lograrlo nunca.
La pobreza de espíritu
es absolutamente necesaria para seguir al Señor y entrar en su
Reino. Los pobres de espíritu, los humildes, son bienaventurados
porque heredarán la vida eterna. La puerta que conduce a la vida es
estrecha y el camino angosto.
En realidad, nada se
pierde siguiendo a Jesucristo, sino que se gana todo, pero “de otra
manera”. Siguiendo a Jesús, la familia es “otra” que la
familia mundana, los bienes son “otros” que los bienes mundanos.
La fraternidad hacia todos, aunque no sean parientes de sangre;
compartir los bienes con los demás, aunque no sea debido; tener un
corazón libre y generoso; no hacer el mal, sino hacer el bien
incluso a los que nos quieren mal; todo eso, es una ganancia inmensa,
una riqueza centuplicada sobre la sola riqueza material.
Todos tenemos algo que compartir y apegos de
los cuales debemos liberarnos para alcanzar la libertad del corazón
para tenerlo disponible a la fraternidad. Tenemos nuestra
inteligencia, tiempo, paciencia, compasión, cariño y habilidades,
con los cuáles podemos hacer el bien a los demás, hacernos
imitadores de la bondad de nuestro Padre Dios y liberarnos del
dinamismo de nuestro ego que nos hace encerrarnos en nosotros mismos,
olvidarnos de los demás y frustrar nuestra vocación cristiana.