martes, 13 de octubre de 2015

Mc 10,17-30: LLAMADA A UN HOMBRE RICO



Hay muchos que dicen que todo es cuestión de economía, que lo importante, lo verdaderamente importante es el bienestar material; el dinero, en definitiva. Y se engañan, porque no sólo de pan vive el hombre. Los bienes son necesarios, importantes y buenos, pero no bastan. No basta la economía ni poner toda la confianza en el dinero y en las cuentas.

Hay muchos que dicen que ni roban ni matan, que no hacen el mal, que no han cometido delitos de estafa ni son corruptos ni defraudan. Y con eso ya está. Y es verdad que la ley natural nos dice que no hagamos el mal, que no hagamos a otro lo que a ti no te agrada. Pero no basta. No basta con no hacer el mal.

Un hombre rico y observante de la Ley de Dios preguntó a Jesús qué tenía que hacer para “heredar” nada menos que la vida eterna. Y, para mostrarse en buena figura y congraciarse con él, le adula llamándole “maestro bueno”.

Jesús comienza por ponerle en su sitio: sólo Dios es bueno. El hombre es imagen y semejanza de Dios y, sólo por eso, es bueno. Y a continuación le cita la segunda tabla del Decálogo, la parte que se refiere a las relaciones humanas. Son mandamientos, por así decir, negativos: no hagas el mal. Eso el hombre rico puede decir con orgullo que lo ha cumplido desde su juventud (lo que implica que ya no era joven).

Hay una mirada intensa y espiritual de Jesús hacia ese hombre, un discernimiento certero y sobrenatural: le falta algo, algo “positivo”. Tiene un impedimento, un obstáculo secreto del que, en el fondo, el rico es conocedor. Jesús “movido por amor a él” le señala lo que le falta: el amor a los pobres, la libertad de las riquezas materiales, el desprendimiento radical de todo lo que no sea Dios. No hay ningún otro Dios, ni siquiera el dios de este mundo: el dinero.

“Vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres. Luego sígueme”. Pero este hombre rico no está dispuesto, no quiere, no se esperaba esa palabra ni esa llamada a seguirle así, radicalmente, sin nada que no sea él mismo y Dios. Y había una razón: “tenía muchos bienes” y, por eso, se entristeció y se enfadó. Este hombre lo tiene todo, menos lo único necesario: la libertad interior que da el amor verdadero. En el fondo, muestra una gran inseguridad y tristeza. Tendrá cosas, pero no alegría.

Quería heredar la vida eterna, pero conservando su amor al dinero. Imposible. Sin embargo, “la herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre”. La vida se gana dando la vida. La donación de sí y el desprendimiento de todo lo demás es el camino de la vida eterna.


El hombre rico rechaza la llamada del Señor. ¡Qué difícil es para el mundo opulento aceptar y vivir el Evangelio! Se muestran tristes y enfadados precisamente por su propio rechazo. Pensamos que seríamos capaces de hacer cualquier cosa para demostrar lo buenos que somos. Es más, lo intentamos. Pero qué rápidamente comprobamos que no podemos desprendernos de nuestros idolillos y baratijas: el dinero, el prestigio, el poder, el ser más, la imagen… ¡Tantas cosas! Tenemos tantas cosas a las que nos aferramos y que no nos dan la alegría, que caminamos por la vida tristes y apesadumbrados. ¿Puede un camello, y además cargado de cosas, pasar por el ojo de una aguja? No; pues tampoco el hombre materialista podrá entrar en el Reino de Dios.

Jesús seguramente quedó decepcionado por la respuesta del hombre rico. Esperaba de él otra cosa vista su ansiosa actitud inicial. Pero comprobó, una vez más, que la seducción de las riquezas y del mundo impide a los hombres vivir como hijos de Dios. Es necesaria la gracia de Dios para vencer la concupiscencia del hombre, ese afán, esa avidez, esa fruición que busca saciarse sin lograrlo nunca.

La pobreza de espíritu es absolutamente necesaria para seguir al Señor y entrar en su Reino. Los pobres de espíritu, los humildes, son bienaventurados porque heredarán la vida eterna. La puerta que conduce a la vida es estrecha y el camino angosto.

En realidad, nada se pierde siguiendo a Jesucristo, sino que se gana todo, pero “de otra manera”. Siguiendo a Jesús, la familia es “otra” que la familia mundana, los bienes son “otros” que los bienes mundanos. La fraternidad hacia todos, aunque no sean parientes de sangre; compartir los bienes con los demás, aunque no sea debido; tener un corazón libre y generoso; no hacer el mal, sino hacer el bien incluso a los que nos quieren mal; todo eso, es una ganancia inmensa, una riqueza centuplicada sobre la sola riqueza material.
Todos tenemos algo que compartir y apegos de los cuales debemos liberarnos para alcanzar la libertad del corazón para tenerlo disponible a la fraternidad. Tenemos nuestra inteligencia, tiempo, paciencia, compasión, cariño y habilidades, con los cuáles podemos hacer el bien a los demás, hacernos imitadores de la bondad de nuestro Padre Dios y liberarnos del dinamismo de nuestro ego que nos hace encerrarnos en nosotros mismos, olvidarnos de los demás y frustrar nuestra vocación cristiana.




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