EL JOVEN DE NAIN
Lc 7, 11-17
La
muerte es siempre trágica, pero en este caso lo es mucho más. El muerto es joven,
es además hijo único, y además su madre es viuda. El dolor y la tragedia de esa
mujer son indescriptibles. Toda su vida presente y su futuro quedarán
sepultados con su hijo único. Como dice Lamentaciones 1,12: “Vosotros, los que
pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como mi dolor”. No hay duelo
como el duelo por el hijo único. Ante este cuadro, Jesús siente una compasión
inmensa. Dos cortejos se encuentran: el de la vida que sigue a Jesús y el de la
muerte que rodea a la pobre madre viuda. Jesús camina hacia Jerusalén, hacia su muerte
y se encuentra con un pueblo que lleva la muerte en su camino.
Todo
comienza por la mirada de Jesús, que se dirige a la madre y no al hijo: “No
llores”. Los sentimientos de Jesús comparten nuestros sufrimientos, se com-padece.
La suya es una mirada conmovida hasta las entrañas, un sentimiento intenso que
expresa la misericordia divina, su “rahamim”: comparte y siente el intenso
sufrimiento maternal. El corazón de Jesús es materno. Pero además tiene el
poder paternal consolador: “no llores” más. Él enjuga las lágrimas de nuestros
ojos. Consolar a los tristes, es una de
las grandes obras de misericordia que Jesús practica rompiendo la barrera
infranqueable de la muerte, la negrura del futuro, la tristeza de la vida.
La
obra de misericordia “consolar a los tristes” nace del consuelo con el que
Cristo nos consuela. El consuelo tiene su fuente en Dios, que da la vida a los
muertos. Jesús toca nuestra muerte y la transforma en vida nueva.
En
este milagro se anticipa la procesión de la madre dolorosa de Jesús que lleva a
la sepultura el cuerpo crucificado de su hijo muerto en la flor de la vida. La
Virgen María fue también la pobre viuda que enterró a su hijo único en medio de
la desolación. Por eso, qué conmovedor resulta asistir a la procesión de la
dolorosa que cada Semana Santa recorre las calles de nuestras ciudades.
Pero
sobre todo es la palabra poderosa de Jesús, “¡levántate!”, la que le hace vivir
de nuevo, revivir cuando bajaba a la fosa y cambia el luto en danza.
¡Levántate! ¡Despierta, tú que duermes y Cristo será tu luz! En este milagro se
anticipa la resurrección de Cristo y nuestra resurrección futura con él. Pero,
sobre todo, se expresa, la vida nueva del cristiano que vive ya desde ahora
unido a Jesucristo resucitado.
El
consuelo que recibe la madre es la vida del hijo. Así es el consuelo de la
Iglesia por la vida nueva de sus hijos, como la de una madre desconsolada y
afligida que ve, al fin, cómo el poder de la palabra de Cristo reaviva a sus
hijos con una vida nueva. El joven se “reincorpora y se pone a hablar”. La
palabra es el distintivo del hombre y nos devuelve a la comunidad cuando
habíamos roto los lazos con ella. El
Señor se compadece de nosotros y nos da una vida nueva en su Iglesia.
La
Iglesia es ese pueblo que acompaña a esa madre viuda dolorosa en la procesión
fúnebre que llora la muerte de sus hijos, su muerte espiritual y moral tanto o
más que su muerte física. Por eso, prorrumpe en un canto de alabanza cuando es
testigo de su resurrección, de su vuelta a la vida de la gracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario