domingo, 12 de junio de 2016

LA PECADORA

LA PECADORA
Lc 7, 36-8,3



Fue durante un banquete.  Un respetable maestro fariseo, Simón, invitó a Jesús y en esto, de repente, entró una mujer, con un frasco de alabastro lleno de perfume y, llorando, ungió sus pies llena de amor. Simón, el fariseo, juzgó a Jesús interiormente, dudando de él como verdadero profeta enviado de Dios. Pero Jesús enseña al maestro a discernir no según las apariencias, sino según el corazón; a fijarse no en un pasado que condena, sino en un presente que ama y libera para un futuro nuevo. La mujer entró en la sala del banquete pecadora y salió sanada.

Todo tiene sus más y sus menos. Simón parecía más respetable que la mujer, más docto que Jesús, más generoso que nadie. Pero la mujer pecadora le ganó en amor, amó más y recibió mayor perdón. Esa lección no la sabía Simón. Jesús se la enseñó.

Menos es, muchas veces, más. Como aquellos judíos que se creían perfectos observantes de la Ley frente a los pobres cristianos convertidos del paganismo, considerados como impuros pecadores, con los que uno no se digna ni comer. Unos creen que han pecado poco, pero los otros han amado mucho al Señor.

Una mujer irrumpe emocionada en la sala del banquete y se coloca a los pies de Jesús, llorando a mares, besando aquellos benditos pies y ungiéndolos con el preciado perfume. Fue algo insólito tanto por lo delicado del gesto como por lo raro de ungir los pies. Es una acción exquisita y preciosa que asombra a todos y escandaliza a los más circunspectos. Lo que hace esa mujer con Jesús expresa demasiada intimidad y exceso de amor. ¡Jesús se deja “tocar” por “esa” mujer que todos conocían: una pecadora! Sólo él ha comprendido en esas lágrimas y en ese exceso, el verdadero significado oculto de un acto que a todos parece escandaloso e inapropiado.

Probablemente, Simón se arrepintió en aquel momento de haber invitado a Jesús: “ese” no es un verdadero profeta. El fariseo cree saber que Jesús no sabe quién es “esa” que le toca. Jesús enseñaa al “maestro” Simón la verdadera sabiduría. “¡Simón, tengo algo que decirte!” Cuántas veces, y de cuántas maneras, el Señor se dirige a nosotros, los que nos creemos sabios y entendidos y mejores que otros, palabras semejantes: “tengo algo que decirte…” Todo llevamos un “Simón” dentro…

Jesús narra una parábola. Hay algo muy frecuente: las deudas. Pero en esa parábola hay algo muy poco frecuente, que no sucede nunca o casi nunca: el perdón total de una deuda. ¿Alguien conoce un banco que cancele totalmente un préstamo? Pues sí, hay uno que perdona totalmente las deudas, sean grandes o pequeñas: Dios, que perdona totalmente  nuestros pecados, nuestras deudas. El amor es siempre mayor que nuestro pecado.

Esa mujer, esa pecadora, ha recibido un gran perdón; ha experimentado un gran amor. Por eso, muestra tanto amor, tan desmesurado, tan aparentemente inconveniente. Ese amor no tiene precio, ese amor vivido es tan grande que sólo por él es posible ser una persona nueva.

Simón había dudado de Jesús y despreciado a la mujer, porque no tenía amor o tenía demasiado poco amor. A pesar de las apariencias, el impecable fariseo ama menos y, en cambio, la que tiene muchos pecados ha encontrado en Jesús la gracia de un perdón y un amor tan deseado y tan buscado que su felicidad se desborda en delicadeza. Las apariencias engañan. Ella parecía menos digna, pero tiene más amor. Simón parecía saber más, pero le faltaba corazón.


Jesús no sólo tuvo discípulos, sino también discípulas, algo extravagante en la sociedad y la cultura religiosa de su tiempo. Hay algo que distingue especialmente a las mujeres: amar y servir. 

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