Lc 7, 36-8,3
Fue
durante un banquete. Un respetable maestro
fariseo, Simón, invitó a Jesús y en esto, de repente, entró una mujer, con un
frasco de alabastro lleno de perfume y, llorando, ungió sus pies llena de amor.
Simón, el fariseo, juzgó a Jesús interiormente, dudando de él como verdadero profeta
enviado de Dios. Pero Jesús enseña al maestro a discernir no según las apariencias,
sino según el corazón; a fijarse no en un pasado que condena, sino en un
presente que ama y libera para un futuro nuevo. La mujer entró en la sala del
banquete pecadora y salió sanada.
Todo
tiene sus más y sus menos. Simón parecía más respetable que la mujer, más docto
que Jesús, más generoso que nadie. Pero la mujer pecadora le ganó en amor, amó
más y recibió mayor perdón. Esa lección no la sabía Simón. Jesús se la enseñó.
Menos
es, muchas veces, más. Como aquellos judíos que se creían perfectos observantes
de la Ley frente a los pobres cristianos convertidos del paganismo,
considerados como impuros pecadores, con los que uno no se digna ni comer. Unos
creen que han pecado poco, pero los otros han amado mucho al Señor.
Una
mujer irrumpe emocionada en la sala del banquete y se coloca a los pies de
Jesús, llorando a mares, besando aquellos benditos pies y ungiéndolos con el
preciado perfume. Fue algo insólito tanto por lo delicado del gesto como por lo
raro de ungir los pies. Es una acción exquisita y preciosa que asombra a todos
y escandaliza a los más circunspectos. Lo que hace esa mujer con Jesús expresa
demasiada intimidad y exceso de amor. ¡Jesús se deja “tocar” por “esa” mujer
que todos conocían: una pecadora! Sólo él ha comprendido en esas lágrimas y en
ese exceso, el verdadero significado oculto de un acto que a todos parece
escandaloso e inapropiado.
Probablemente,
Simón se arrepintió en aquel momento de haber invitado a Jesús: “ese” no es un
verdadero profeta. El fariseo cree saber que Jesús no sabe quién es “esa” que
le toca. Jesús enseñaa al “maestro” Simón la verdadera sabiduría. “¡Simón,
tengo algo que decirte!” Cuántas veces, y de cuántas maneras, el Señor se
dirige a nosotros, los que nos creemos sabios y entendidos y mejores que otros,
palabras semejantes: “tengo algo que decirte…” Todo llevamos un “Simón” dentro…
Jesús
narra una parábola. Hay algo muy frecuente: las deudas. Pero en esa parábola
hay algo muy poco frecuente, que no sucede nunca o casi nunca: el perdón total
de una deuda. ¿Alguien conoce un banco que cancele totalmente un préstamo? Pues
sí, hay uno que perdona totalmente las deudas, sean grandes o pequeñas: Dios,
que perdona totalmente nuestros pecados,
nuestras deudas. El amor es siempre mayor que nuestro pecado.
Esa
mujer, esa pecadora, ha recibido un gran perdón; ha experimentado un gran amor.
Por eso, muestra tanto amor, tan desmesurado, tan aparentemente inconveniente.
Ese amor no tiene precio, ese amor vivido es tan grande que sólo por él es
posible ser una persona nueva.
Simón había dudado de Jesús y despreciado a la mujer, porque no tenía
amor o tenía demasiado poco amor. A pesar de las apariencias, el impecable
fariseo ama menos y, en cambio, la que tiene muchos pecados ha encontrado en
Jesús la gracia de un perdón y un amor tan deseado y tan buscado que su
felicidad se desborda en delicadeza. Las apariencias engañan. Ella parecía
menos digna, pero tiene más amor. Simón parecía saber más, pero le faltaba
corazón.
Jesús
no sólo tuvo discípulos, sino también discípulas, algo extravagante en la sociedad
y la cultura religiosa de su tiempo. Hay algo que distingue especialmente a las
mujeres: amar y servir.
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