LA
SEMILLA
Mc 4, 26-34
El Reino de Dios se
compara con la semilla que crece por sí sola y que, siendo muy
pequeña en apariencia posee un inmenso dinamismo, que desborda el
control y la comprensión del hombre, al igual que el agricultor
siembra pero no controla el crecimiento de la cosecha. Nosotros hemos
de sembrar la palabra, pero sólo Dios conoce cómo crecerá y dará
fruto. Dios es el Señor del tiempo y de la historia, hasta que
llegue el día de la siega, la Segunda Venida que la Iglesia espera.
El tiempo está dividido
en “tiempos” (sembrar, germinar, crecer, madurar, segar)
dirigidos por Dios en una progresión en el que cada “tiempo”
tiene su carácter y significado, hasta que se llegue al tiempo de la
siega. El agricultor sólo tiene que sembrar la palabra y Dios la
hacer germinar y llegar a su sazón. Hubo un tiempo que correspondió
al ministerio histórico de Jesús; ahora, después de Pentecostés,
estamos en el tiempo de la Iglesia, en la que la semilla germina y va
creciendo. La Iglesia no es el Reino de Dios consumado, sino su
germen y crecimiento en el mundo. Finalmente, llegará el “eschaton”
cuando Cristo retorne victorioso “cuando la condición del fruto lo
permita”. Los acontecimientos, por así decir, van llenando el
tiempo hasta que llegue el fin irrevocable. Pero antes los cristianos
han de sufrir y ser perseguidos, como lo fue el mismo Cristo, y el
Evangelio ha de predicarse a todas las naciones.
Muchas cosas han de
suceder, pero todavía no es el fin (Mc 13,7). La consumación de la
Iglesia en la gloria no sucederá sin grandes pruebas. Es más, antes
del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba
final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que
acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “Misterio
de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa al precio de
la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del
Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se
glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías
venido en carne.
Esta impostura del
Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende
llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, sobre todo bajo
la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente
perverso”. El Reino de Dios no se realizará, por tanto, mediante
un triunfo histórico de la Iglesia, sino por una victoria de Dios
mismo sobre el último desencadenamiento del mal. (Catecismo nn.
675-677).
La parábola de la
semilla de mostaza compara el Reino de Dios con la palabra que, a
pesar de su aparente insignificancia, esconde una inmensa potencia.
Es “la más pequeña”, es humilde y, precisamente por eso, crece
y crece. De modo que las aves anidan en ella, significando a la
multitud de todas las naciones, que encuentra en ella morada.
La semilla del grano de
mostaza pone de manifiesto la debilidad y aparente insignificancia de
la Iglesia, enfrentada a la hostilidad social y al poder de este
mundo, pero posee una potencia inmensa, tanto que todo tipo de
personas pueden encontrar en ella su “morada”. De modo paradójico
recoge la imagen oriental del árbol cósmico para describir un
imperio mundial. El Evangelio se va proclamando y sembrando en todas
las naciones y muchos, una multitud innumerable, se convierten en
discípulos de Cristo, en cristianos.
Al final, sólo cuenta lo que damos, lo que ponemos, no el éxito ni los aplausos. Cuenta el amor entregado, sembrado, enterrado.
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