LA
TEMPESTAD CALMADA
Mc
4, 35-41
La barca típica de los
pescadores de Galilea en tiempo de Jesús era de mediano tamaño y
las secciones de proa y de popa solían estar cubiertas. Según
nuestra historia, Jesús dormía en un espacio protegido bajo la
cubierta de popa, sobre la cual se gobernaba el timón. Junto a la
barca donde iba Jesús, el evangelio señala la extraña presencia de
“otras barcas”.
En la narración de la
tempestad calmada, se nos narra la historia de una apriencia de
debilidad de Jesús que aparece cansado, pero que en realidad es el
salvador de sus discípulos liberándolos de las fuerzas diabólicas
que les amenazan. La narración está centrada en la identidad de
Jesús: “¿quién es este?”
Jesús toma la iniciativa
de dirigirse a “la otra orilla”, a la Decápolis, al territorio
de los gentiles, tierra de paganos, de aquellos que no pertenecen al
pueblo santo de Israel. Hay ya en la vida de Jesús una cierta
apertura que rompe las barreras cerradas a los extranjeros, a
aquellos que no son de los nuestros, que no pertenecen al círculo de
una raza, una nación o una religión. El cristianismo es
constitutivamente abierto a todos sin distinciones. Como dirá san
Pablo, hombres de toda lengua, pueblo, raza y nación; judíos y
griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres. Hacia todos,
absolutamente todos, se dirige Cristo.
Esta historia evoca la
historia de Jonás, que fue enviado por Dios a los gentiles ninivitas
para llamarles a la conversión y salvarlos. Jonás se negó huyendo
en una nave de Tarsis (cerca de la actual Cadiz) para no cumplir la
voluntad divina. Pero una tempestad en medio del mar hace que sea
devuelto aprisionado en el “gran pez” y superar así su
resistencia. En este caso, en cambio, Jesús, al contrario que Jonás,
toma el mismo la iniciativa de ir a tierra de gentiles. El grupo que
va con Jesús en la barca es un símbolo de la Iglesia. Una Iglesia
siempre abierta a todos, donde caben todos. Una Iglesia que no es
enemiga de nadie ni rechaza a priori a nadie.
La tormenta y la
tempestad que se abate contra la barca amenazando con hundirla evocan
la situación de la Iglesia en la que vive san Marcos, viviendo en
medio de una gran tribulación, con la tormenta de la guerra interna
y la persecución externa de Nerón. Los cristianos de la comunidad
de san Marcos debían sentirse como los que iban en aquella barca. La
tormenta marina es un símbolo apocalíptico de los terrores del fin
de los tiempos. Así también la persecución experimentada por la
Iglesia aparece relacionada con su misión hacia todos los hombres,
saliendo de sí misma “hacia la otra orilla”.
Jesús increpó al
viento, una palabra que suele usarse en el contexto de los
exorcismos. Lo mismo ocurre con las palabras que Jesús dirige al
mar: “¡Cállate! ¡Enmudece!”, las mismas que Jesús dirige a un
espíritu impuro en 1, 25. El mar aparece personificado, recogiendo
el lenguaje mítico del antiguo Oriente Próximo. Pero en la Biblia
Dios siempre se muestra como aquel cuyo poder omnipotente domina
sobre toda la creación. El poder sobre el mar constituye en el
Antiguo Testamento una prerrogativa exclusiva de Dios y también al
Mesías esperado.
En la literatura antigua
abundan los relatos de rescates milagrosos en el mar. Unas veces es
un dios el que rescata a los que están en peligro; otras es el poder
numinoso de una persona presente en el barco quien obra el milagro.
Jesús demuestra que posee el poder soberano sobre el mar que
simboliza el poder del mal. Al fin y a la postre la Iglesia ve en las
persecuciones la manifestación de la hostilidad de Satanás contra
Jesucristo. La Iglesia cree en Jesucristo como aquel que es igual a
Dios Padre, de manera que experimenta el rechazo de los judíos que
la considera blasfema y el rechazo del poder romano al negarse a
venerar al emperador como un ser investido de poder divino.
Jesús pregunta
reprochando a los discípulos si todavía no tienen fe, dando así a
entender que en el futuro sí tendrán esa confianza y seguridad
fundamental en el cuidado providente de Dios, la misma confianza que
Jesús mostraba al dormir tranquilamente en medio de la tormenta. Una
fe y confianza que llegarán a tener “en” Jesús como el
Todopoderoso, capaz de calmar todas las tempestades y persecuciones
amenazadoras, pero que todavía no tienen.
Finalmente, los
discípulos “temieron con un gran temor”. En la Biblia suelen
aparecer dos tipos de temor. Uno es el miedo que tienen a la
tormenta, que los hace reprensibles por su cobardía; el otro es la
respuesta normal, el sobrecogimiento ante la manifestación de lo
divino.
La Iglesia confía en que
el poder del infierno no la derrotará. Después de más de 70 años
de propaganda y educación atea en los Estados comunistas, la fe
cristiana, por así decir, ha resucitado de la postración en la que
se encontraba. No, las persecuciones externas no pueden contra la
Iglesia, aunque temporalmente parezca que desaparece. Al contrario,
de los mártires renace y surge siempre una Iglesia más viva.
Lo que sí puede hundir a
la nave de la Iglesia es la corrupción interna, es una iglesia
secularizada y mundanizada, que siga los dictados de los poderes de
este mundo o de la ideología o de la mentalidad dominante en una
determinada sociedad y según la moda de los tiempos. El escándalo
de los cristianos corroe por dentro y conduce a la muerte o a una
debilidad extrema, haciéndola fácil presa de aquellos que no
conocen a Cristo o no conocen la vida de gracia interior. Esa
debilidad interior lleva a la apostasía. Sólo que la fe cristiana
no será sustituida por un ateísmo colectivo, sino paradójicamente
por otra religión que arrase hasta el cimiento.
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